Y en el instante en que suena la sirena me salta el corazón: avisa que es una despedida, que los lobos marinos se quedan atrás con la brisa y los buques, con las olas que me habrán de encontrar en otro punto del mar.
Ahora el cielo tímido, desdibujado, me saluda, sabe que uno nunca se despide de él.
Estoy en una casa de muñecas que me aloja por un rato, algún día voy a poder ser así de pequeña, sencilla como una hoja de papel en donde todo se dibuja o se borra o se transforma. Porque si mi naturaleza de palabras debe tener un lecho sería de papel, uno que no fuera demasiado absorbente porque se chupa la tinta y la hace mancha, ni demasiado liso que no admita el grafito, ese suave y lustroso material con el que a veces intento mi retrato.
Regreso, estoy aún en Ensenada por unas horas más después de muchos años, bebo esta brisa con el cuerpo, me asomo a este jardín desconocido por la ventana que da a un cerro lleno de viviendas coloridas pero cenicientas, como corresponde a este lugar.
Muchas voces, llamadas de amigos, letras, despedidas, obsequios me dan señales de que no fue todo en vano aquí, mi equipaje está lleno de energía y buenos deseos para seguir, continuar buscando los caminos que me lleven a alguna parte, misterio gozoso que disfrutarán mis pasos allá donde la hierba tiene brotes en las cercas porque la vida siempre busca sus caminos, allá donde las aguas abundan cantarinas y la fragancia del aire entibia el alma.
Mi vida se traslada en un camión enorme, voy a encontrarme con las mismas cosas que edifico en un lugar distinto que haré mío como cada rincón que me ha tocado.
¡Adelante, que se abran los caminos!
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