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Por los asesinatos en México

El paraíso que perdimos

La náusea es permanente,
la vida, herida siempre abierta.
Vemos atravesar con armas
las vidas más pequeñas,
los alaridos de las madres
no alcanzan el cielo,
la muerte cierne
sus alas descarnadas
sobre todos los que no hacemos nada.
Sentados frente al televisor
vemos noticias como ver gusanos
atestiguamos podredumbres
perforamos la retina con imágenes
de niños mutilados,
de mujeres grotescamente violentadas,
de máquinas perfectas, novedosas,
que sirven para inutilizar la raza humana.
Vemos ojos babeantes que violan la pureza
de flores asfixiadas,
bocas selladas con monedas falsas,
cuerpos expuestos al peor de los postores.

La náusea es permanente
no quiero ver ni oír ni hablar
por no sentir de nuevo
que mi esperanza es un muñón,
la tierra es un aullido
que lo reclama todo,
que escupe en estertores su reclamo
sin que entiendan
ni escuchen
ni resuelvan
porque cómo acudir a una palabra justa,
a un gesto solidario,
al beso de consuelo
cómo cuando la soledad nos hace solos
desde antes de la muerte.

Cómo escapar,
cómo dejar la desesperación atrás,
sepultar al dolor de ver las ruinas,
recuperar la fuerza de la infancia,
la inocencia.
Cómo dejar de beber
la amargura hasta su cáliz
cuando nuestra garganta
es un dolor inmenso,
rencor de no haber sido,
cuchillada faltal,
mariposa gaseada.

Cómo aceptar que no renaceremos,
que esta ceniza está maldita,
que no pudimos merecer la gracia
de ser tan sólo humanidad,
tan sólo carne y huesos puros
con sensibilidad de cervatillos,
con alma de rocío,
espíritus de dioses.

Cómo caer vencidos sin cargos de conciencia
por no haber empinado papalotes,
no haber bailado tangos ni danzones
ni haber regalado por sola,
única vez,
lo más auténtico: nosotros.

La náusea es permanente
como las horas y los días
que alguna vez, ojalá,
borrarán estas huellas horrendas
con que hemos mancillado la memoria
de nuestra irremediablemente
perdida humanidad.

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