Me di cuenta en los últimos dos días de lo que puede hacer mi cuerpo, lo increíblemente eficiente que resulta sin que yo ponga un solo pensamiento en ello.
Sucede que al parecer me intoxiqué con dos pequeños camarones que comí el domingo. A las cuatro de la mañana del lunes sentí algo raro que relacioné con la sed y me levanté a tomar agua, pero en seguida una bola dura en el estómago me dolió bastante sin que yo supiera qué era -quizá el agua estaba fría o me cayó de peso, pensé- y en pocos momentos se desató la tempestad.
Todo el mundo sabe lo que es una diarrea, y eso fue lo que me aconteció durante las siguientes horas. Cuando paró, mi estómago no era más que una masa dura e hinchada, repleta de dolor. Mi cuerpo se sacudía con calosfríos y me dolían los huesos y los músculos. La náusea seguía presente.
Así pasé el día, tomé por la tarde un poquito de caldo con un pedacito de zanahoria y unas dos cucharadas de pollo porque no pude comer más. El cuerpo doliente no puede ser acomodado en ninguna parte sin que duela más, y me sentía cansada. La cabeza, un martillo.
Pero después de un ibuprofeno me cambió el panorama y pude tomar en la noche un pan y más líquido.
Este día he amanecido con sólo un eco del dolor en el estómago, aunque el cuerpo, los músculos, continúan adoloridos. Pero es por la batalla que le dieron a la enfermedad, es natural que estén cansados después de su victoria. Y yo voy con pies de plomo para la comida, aunque sigo sin apetito. Pero por encima de todo, estoy contenta de ver lo que somos, lo maravillosamente bien conformados que estamos. ¡Gracias, Dios!
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