
Estuvimos tomados de su mano, rodeando su partida y deseándole paz. Escuchó, cuando puse mi mano en su pecho, que le pedí que descansara. Todos estuvimos sobriamente tristes, despidiéndonos por sólo un tiempo y sólo de su cuerpo. El médico estuvo desconectando cada vez más cosas, pendiente de los datos de los aparatos. Hasta que dijo que hacía no sé cuántos minutos que ya no respiraba, y que su corazón, tan grande, se movía por reflejo.
Después, en la funeraria, también estuvimos con él como cuando en su casa: música, amigos, y la cada vez más cierta sensación de que no se había ido. Los rezos fueron un consuelo, los de las dos iglesias. Toda la noche estuvimos ahí, leyendo las cartas que le llevaron, tomando café, conversando.
Al medio día vino la misa de cuerpo presente, sobria. Nuevamente nos despedimos, a petición del sacerdote, rociándolo con agua bendita. Su hijo leyó un hermoso poema dedicado a su padre, y sorprendentemente, nunca le tembló ni se quebró su voz. Porque estábamos contentos de que hubiera dejado de sufrir, porque pudimos despedirnos, porque estuvo la familia.
Coronó la tarde el viaje al crematorio y casi noche, la urna con sus cenizas llegó a su casa, para seguir siendo anfitrión de su familia.
Esta mañana se rompió el encanto: mis hermanos venidos del DF regresaron, mi madre volvió a su casa y yo ya estoy en Enenada. No siento su ausencia, no siento que lo extraño. Tengo la sensación de que en cualquier momento tomaré el teléfono, marcaré su número y seguiremos conversando como siempre.
Sí, Descansa en paz, manito. Nosotros intentaremos lo mismo.
En la foto, mis demás hermanos y su hijo montando una guardia.
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