
Cuando una ha pasado tanto tiempo fuera y ha dejado a las amigas cercanas o íntimas en otra ciudad, pasa por una serie de etapas para alcanzar la resignación por no estar a su lado. A pesar de que no tengo amigas de la infancia porque nunca nos quedábamos mucho tiempo en una ciudad, tengo grandes amigas de la madurez. O sea que desconozco los rituales de amigas que se van de compras, que van al salón de belleza, que llevan juntas a sus hijos de paseo, que hacen reuniones con los maridos, conocen a los papás, etcétera.
Mis amigas de todos modos son alhajas. Algunas son mayores que yo pero muy contemporáneas. Por alguna razón, la mayoría son poetas.
Y ahora que estoy en el DF tengo oportunidad de verlas, conversar y hablar de nuestras cosas, nuestro quehacer, leernos textos, tomar café. Entonces, a pesar de la dicha de poder hacer todo eso, me doy cuenta del escaso tiempo que tenemos para hacerlo: la ciudad es tirana, el tiempo no alcanza para nada. Pero la intensidad de nuestros encuentros, la identificación de nuestras emociones, la descarga que hacemos a la otra al compartir lo que sentimos rebasa por mucho esa limitación.
Y hablamos de los hijos, las enfermedades, los proyectos, las lecturas, y poco a poco nos internamos en terrenos como nuestra actitud o pensamiento ante la muerte, la enfermedad, la situación del país, la economía etcétera.
Y nuevamente me invade esa cálida felicidad de poder estar frente a ellas escuchando lo que piensan. Observar el brillo de sus ojos mientras evocan recuerdos o explican proyectos, mirar cómo a través de sus actitudes y movimientos se trasluce esa fuerza que las ha hecho seguir y seguir escribiendo o intentando, ese poder que tienen para conseguir lo que se proponen, esa energía que parecen crear para lograrlo. Y me doy cuenta que es la vida, otra vez la vida que camina siempre a un lado de nosotras y a veces adentro, como en el caso de ellas, mujeres increíbles que van cargando en una jicarita todo eso que la vida les ha rezumado y ellas guardan para echarle mano cuando venga al caso.
Mi felicidad es poder mojar mis dedos en esos manantiales, para sentirme parte, para sentirme fresca o sabia o bella o por qué no, también poeta...
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