Llevo doce meses recorridos con días densamente largos, con noches tormentosas y sin sueños, con pérdidas irrecuperables...
Pero también con días de hallazgo, sorpresa y alegría, que por ser escasas son más apreciadas.
Y a este año de distancia estoy en pie con salud, agradecimiento y compañía. Me queda todo lo aprendido: la cicatriz terrible de la orfandad desconocida; la abrigadora y tibia cobija con que me cubrieron mis amigas en mis horas negras a pesar de las distancias; la solidaridad hacia mi pena por parte de desconocidos semejantes que cruzaron mi camino en las horas difíciles: el consuelo de ver el milagroso brote de la vida en mi hija: la afirmación del carácter y entereza de mi hijo.
Pero este año tuve también otra pérdida, entre otras, que me causó un dolor amargo que me enconó el corazón por un tiempo en el que perdonar y perdonarme fue difícil.
Perder a mi pareja, por las razones que sean, ha sido también un hierro grande, un dolor desmesurado porque no se espera y vence como un rayo.
Entenderlo y terminar por aceptarlo sigue siendo la tarea de mis días. Las recaídas ya son menos frecuentes y el corazón, ese milagro que llevamos en el pecho, terminará recuperándose, ajustando mi vida a este otro sonido monotono, a esta manera de seguir un poco sola, un poco con recuerdos, un poco con dolores empañados.
Así que cumplo un año con una nueva vida. Tengo el aliento de lo que va a empezar, la incertidumbre de cómo será, la esperanza de que ya no duela y la seguridad de que al final, como todo lo demás y pese a todo, valdrá la pena.
Pero también con días de hallazgo, sorpresa y alegría, que por ser escasas son más apreciadas.
Y a este año de distancia estoy en pie con salud, agradecimiento y compañía. Me queda todo lo aprendido: la cicatriz terrible de la orfandad desconocida; la abrigadora y tibia cobija con que me cubrieron mis amigas en mis horas negras a pesar de las distancias; la solidaridad hacia mi pena por parte de desconocidos semejantes que cruzaron mi camino en las horas difíciles: el consuelo de ver el milagroso brote de la vida en mi hija: la afirmación del carácter y entereza de mi hijo.
Pero este año tuve también otra pérdida, entre otras, que me causó un dolor amargo que me enconó el corazón por un tiempo en el que perdonar y perdonarme fue difícil.
Perder a mi pareja, por las razones que sean, ha sido también un hierro grande, un dolor desmesurado porque no se espera y vence como un rayo.
Entenderlo y terminar por aceptarlo sigue siendo la tarea de mis días. Las recaídas ya son menos frecuentes y el corazón, ese milagro que llevamos en el pecho, terminará recuperándose, ajustando mi vida a este otro sonido monotono, a esta manera de seguir un poco sola, un poco con recuerdos, un poco con dolores empañados.
Así que cumplo un año con una nueva vida. Tengo el aliento de lo que va a empezar, la incertidumbre de cómo será, la esperanza de que ya no duela y la seguridad de que al final, como todo lo demás y pese a todo, valdrá la pena.
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