Todas las cosas cumplen ciclos, se desgastan, se arrugan o desaparecen. También sus historias, como la de esta casa, que finalmente ha quedado vacía. La miro espaciosa sin las cosas nuestras, las cosas de la infancia de mis hijos que permanece sólo en fotos; sus cosas de adolescentes que quizá existan todavía en los estantes de su vida actual.
Aquí llegaron cuando ni siquiera comenzaban a tener sueños, cuando mis veinticinco años de penas les procuraron un techo: "De aquí nadie nos puede correr", les dije mientras elegían cuál sería su recámara.
Aquí carritos y muñecas, amigos y colegios, sábados de limpieza, cumpleaños, navidades, reyes magos...
Aquí la secundaria y los desvelos, los primeros desacuerdos de su adolescencia. Aquí el espacio vacío y doloroso de la partida de la hija casi niña todavía a la casa del padre, en el norte, de donde nunca volvió.
Aquí mis segundas y terceras nupcias, mis descubrimientos y aflicciones, mis días felices de amigas, de mercado, comidas familiares y lecturas.
Estas paredes vieron los desvelos del hijo cuando su carrera, su esfuerzo para trabajar mientras estudiaba, su primera novia, su primer auto, su primera soledad cuando marché hacia el norte dejándole en las manos su vida por delante. Estos muros lo aguardaron en silencio muchos años, mirándolo crecer y madurar, volverse un hombre, un ingeniero, una pareja de alguien, un amante. Hace poco que marchó, sigue buscando la vida que merece, igual que hace su hermana.
Así encuentro ahora esta casa, nuestra casa: vacía, sin luz ni agua ni algo que indique que sigue siendo hogar donde se ríe y se duerme...
Quedan mis libros, mis discos, una pequeña mesa vieja, muchas fotos, la cansada estufa de toda la vida, mis lámparas... ¡Cómo debe dolerse en tanta ausencia!
Vengo a darle un adiós a mis muros azules, a las ventanas desgastadas, a su piso romano. Vengo a dejar mis lágrimas, a despedirme. Vengo a darle las gracias porque fue mi refugio, ese nido seguro que nunca nadie nos arrebató.
Aquí llegaron cuando ni siquiera comenzaban a tener sueños, cuando mis veinticinco años de penas les procuraron un techo: "De aquí nadie nos puede correr", les dije mientras elegían cuál sería su recámara.
Aquí carritos y muñecas, amigos y colegios, sábados de limpieza, cumpleaños, navidades, reyes magos...
Aquí la secundaria y los desvelos, los primeros desacuerdos de su adolescencia. Aquí el espacio vacío y doloroso de la partida de la hija casi niña todavía a la casa del padre, en el norte, de donde nunca volvió.
Aquí mis segundas y terceras nupcias, mis descubrimientos y aflicciones, mis días felices de amigas, de mercado, comidas familiares y lecturas.
Estas paredes vieron los desvelos del hijo cuando su carrera, su esfuerzo para trabajar mientras estudiaba, su primera novia, su primer auto, su primera soledad cuando marché hacia el norte dejándole en las manos su vida por delante. Estos muros lo aguardaron en silencio muchos años, mirándolo crecer y madurar, volverse un hombre, un ingeniero, una pareja de alguien, un amante. Hace poco que marchó, sigue buscando la vida que merece, igual que hace su hermana.
Así encuentro ahora esta casa, nuestra casa: vacía, sin luz ni agua ni algo que indique que sigue siendo hogar donde se ríe y se duerme...
Quedan mis libros, mis discos, una pequeña mesa vieja, muchas fotos, la cansada estufa de toda la vida, mis lámparas... ¡Cómo debe dolerse en tanta ausencia!
Vengo a darle un adiós a mis muros azules, a las ventanas desgastadas, a su piso romano. Vengo a dejar mis lágrimas, a despedirme. Vengo a darle las gracias porque fue mi refugio, ese nido seguro que nunca nadie nos arrebató.
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