A veces, por las noches, me quedo pensando. Me quedo recordando todo lo que tuvo que pasar para que yo estuviera aquí. Me impresiona cómo cada detalle, por pequeño, se fue uniendo a la argamasa para conformar un momento definitorio en mi vida. Cómo las cosas más inesperadas sucedieron para que yo pudiera tomar la decisión de trasladar mi vida a otro cuadrante, otro espacio, un nuevo tiempo.
Admito que tengo mi experiencia, que no han sido pocas las grandes decisiones que he debido tomar en la vida, que siempre traté de no precipitarme para procurar hacer todas las consideraciones posibles en caso de esto o lo otro. Pero cada nueva decisión es, a veces, una espina más que se nos clava.
Y así, preparada para la herida que veía venir, sin más escudo que mi coraje para tomar la decisión, empaqué una vida y una casa en un trailer y junto con mi auto, los trasladé a más de tres mil kilómetros de distancia. Qué puedo decir de mí-pese a mi buena disposición y enjundia- si hasta el autito ha resentido el cambio: se oxidaron unas partes, le aparecieron ruidos diferentes, necesita un médico que lo atienda porque no sé si le afectó la altura, el calor, la distancia, la añoranza, qué sé yo.
Aquí en el silencio de mi casa, en la recámara que me queda grande y escuchando la música que me relaja, rememoro cada cosa que tuve que hacer para estar aquí, para animarme: lo peor pasó, lo he logrado, me digo. ¿Qué sigue ahora? incertidumbre.
Pero mucho de eso es la vida: misterio. Veo la película de mi vida, miro a la niña que fui: tan pobre y tímida que no podía ni siquiera imaginar la clase de vida que quería; me acostumbré a que lo normal era no tener nada y a no hacer planes porque nunca dependía de mí que se hicieran realidad. El instinto me llevó a mecerme con la marea de la vida, a no oponerle resistencia, a aprender a sortear sus olas de tormenta con miedo pero con firmeza, procurando encontrar el modo de salir sana y salva.
Y aquí estoy, con la nostalgia amagándome la noche y la música mordiendo mi corazón, con tiernas lágrimas que corren para lavarme la pena, haciendo acopio de memorias, dándome consuelo sola.
Muerdo a la noche para que me deje en paz, sea corta, lime sus pezuñas que amenazan hacer trizas mi sueño, ese tímido sueño que comienza queriendo asomarse al nuevo día de mi vida pidiendo por un viento suave que no rompa mis velas, que no me desgarre los huesos, que me permita madurar la ensoñación para que se haga vida, esa que siempre he perseguido para saber más de ella, conocerla, entenderla, hacerla mía para que cuando la entregue la haya disfrutado toda: plena, enorme, sabia, dolorosa, sublime, misteriosa.
Así navego mi hoy mi noche: desplegando mis alas algo rotas, doloridas pero llenas de esperanza, -que bien sabemos que se pierde al último-, y se va con el aliento que se lleva la muerte hacia otra vida.
Admito que tengo mi experiencia, que no han sido pocas las grandes decisiones que he debido tomar en la vida, que siempre traté de no precipitarme para procurar hacer todas las consideraciones posibles en caso de esto o lo otro. Pero cada nueva decisión es, a veces, una espina más que se nos clava.
Y así, preparada para la herida que veía venir, sin más escudo que mi coraje para tomar la decisión, empaqué una vida y una casa en un trailer y junto con mi auto, los trasladé a más de tres mil kilómetros de distancia. Qué puedo decir de mí-pese a mi buena disposición y enjundia- si hasta el autito ha resentido el cambio: se oxidaron unas partes, le aparecieron ruidos diferentes, necesita un médico que lo atienda porque no sé si le afectó la altura, el calor, la distancia, la añoranza, qué sé yo.
Aquí en el silencio de mi casa, en la recámara que me queda grande y escuchando la música que me relaja, rememoro cada cosa que tuve que hacer para estar aquí, para animarme: lo peor pasó, lo he logrado, me digo. ¿Qué sigue ahora? incertidumbre.
Pero mucho de eso es la vida: misterio. Veo la película de mi vida, miro a la niña que fui: tan pobre y tímida que no podía ni siquiera imaginar la clase de vida que quería; me acostumbré a que lo normal era no tener nada y a no hacer planes porque nunca dependía de mí que se hicieran realidad. El instinto me llevó a mecerme con la marea de la vida, a no oponerle resistencia, a aprender a sortear sus olas de tormenta con miedo pero con firmeza, procurando encontrar el modo de salir sana y salva.
Y aquí estoy, con la nostalgia amagándome la noche y la música mordiendo mi corazón, con tiernas lágrimas que corren para lavarme la pena, haciendo acopio de memorias, dándome consuelo sola.
Muerdo a la noche para que me deje en paz, sea corta, lime sus pezuñas que amenazan hacer trizas mi sueño, ese tímido sueño que comienza queriendo asomarse al nuevo día de mi vida pidiendo por un viento suave que no rompa mis velas, que no me desgarre los huesos, que me permita madurar la ensoñación para que se haga vida, esa que siempre he perseguido para saber más de ella, conocerla, entenderla, hacerla mía para que cuando la entregue la haya disfrutado toda: plena, enorme, sabia, dolorosa, sublime, misteriosa.
Así navego mi hoy mi noche: desplegando mis alas algo rotas, doloridas pero llenas de esperanza, -que bien sabemos que se pierde al último-, y se va con el aliento que se lleva la muerte hacia otra vida.
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