Coser la ira.
Cruzamos la calle atestada de gente en busca de lo que nos encargaron para preparar comida en la casa donde estamos de visita. Adriana y yo caminábamos acompañadas de mi hijo, esquivando a las personas que al parecer habían tenido fiesta en las calles de ese barrio.
Al cruzar, un hombre ya mayor y bastante alto, al ver acercarse a mi padre por la contraesquina, intentó agredirlo amagando a mi hijo, que de inmediato corrió de regreso a la casa. En su lugar, el tipo levantó por los aires como a un papel a un ebrio que pasaba y lo lanzó contra mi padre, que cayó de espaldas sobre la banqueta.
Su primera reacción de mi padre–más bien la única- fue golpear furiosamente las piernas del hombre ebrio como si quisiera romperlas, pensando que lo atacaba. Con una aguja en la mano clavaba y remolía un costado del hombre intentando dañarle el hígado. Gritaba yo desesperada y con angustia porque el pobre borracho no tenía ninguna culpa y en cambio el agresor se había marchado.

El agredido no se movía, apenas entreabría los ojos, totalmente alcoholizado mientras mi padre le cosía su furia al cuerpo con la aguja. Al menos estaba tan borracho que parecía inmune al dolor, me decía yo a modo de consuelo y para descargar mi conciencia (en el fondo preguntándome qué tiene que ver mi conciencia en todo esto).
Busqué la mirada de Adriana esperando que me soltara. Su gesto decidido y sereno, a la vez dolido y triste, me hizo ver que no lo haría. Otra vez, de la cañada dolorosa que era mi garganta brotaron las palabras que más me cuesta pronunciar, peñascos desahuciados contra la indiferente furia de mi padre.
17.jun.05
Comentarios