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Madrugada con violín y Tchaikovsky

Llora un violín, corazón de madera que canta con lágrimas de acordes; filo de cuerdas me sitian en la dulcísima noche, acordes de nube y miel que alborotan mi sangre. El concierto se instala desde mis pretéritos oídos: es música que viene de los tiempos y va a la eternidad.
Un espíritu de ayer me dio la partitura que interpreto con atónitos ojos y garganta de musgo. Estremecida sostengo mi corazón entre las manos para que no levante su vuelo fragmentado por filos que desmenuzan el metal, estremecen con reverberaciones las paredes que tiemblan en un eco glorioso espeluznando con belleza indescriptible a los sentidos y soy la hoja de un árbol prehistórico, una aurora boreal, un pez minúsculo, la arena en las pezuñas de un camello, la ruta de los pájaros. Soy con la música el hielo que se funde, una sed de mariposa, la blancura lunar, la venida de un río.
Llora el violín sus flores y mi espíritu en volutas besa nubes, se agita como colibrí, tiembla como capullo cuando se abre, llora como cuando se ve nacer a un niño.

Y arremeten las cuerdas sin dar tregua,  paroxismos armónicos ocurren, sacuden las montañas, llegan al centro de la tierra y el colosal concierto está en las manos de los hombres que quizá de esa manera revindican a la especie, como si de algún modo le hubiera sido dado asomarse al sonido insondable que sería la voz de Dios.

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