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Del anecdotario de la infancia: mi Buely

La primera vez que conocí a la abuelita de una compañera de clase, a los seis años, me quedé muy sorprendida: era flaquita, pequeña y bastante arrugada. Mi buely, como llamamos a mi abuela materna, era rotunda, yo recuerdo haber presumido de que casi pesaba cien kilos,  nunca tuvo arrugas, sus trenzas sobre la cabeza siempre parecían estar recién peinadas, sus cejas perfectamente delineadas y su rostro moreno y amable no dejó de estar alegre. Creía que así eran todas las abuelitas. Tardé para entender que la mía era única.

Los domingos por la mañana era día de mercado. Salíamos con ella cargando la canasta, pero antes, el ritual previo al desayuno: se tejía las trenzas, las enlazaba sobre su cabeza, las prendía con horquillas que siempre me daban miedo porque creía se le clavaban, y se aplicaba el polvo para terminar delineando negramente sus cejas.

En su casa cantaba mientras lavaba la ropa, en el patio donde mis primos y yo navegábamos en barcos imaginarios con banderas por todos lados, que eran el tendedero de mi buely.

Cuanda llamaba a comer salía al patio a sonar una cacerola para que todos acudiéramos porque la casa era grande y el abuelo trabajaba en el taller, un piso abajo de la casa. Ella siempre tuvo fama de hacer rendir la comida aunque llegara de repente un batallón a comer a su casa.

Por las tardes se sentaba a la máquina de coser, y si habíamos hecho travesuras, nos sentaba a todos a su alrededor y en un silencio impuesto mediante unos conjuros que siempre pronunciaba para tenernos callados: “Van en el cielo volando volando tres pajaritos, echando tres cagadillas: una para Juan, una para Pedro y otra para el que hable más primero”. Silencio absoluto, pero sólo por un rato.  Poco a poco tramábamos la forma de escapar del castigo: uno por uno, pedía permiso para ir al baño. Tenía la misión de dejar abierta la ventana hacia el patio y sin cerradura la puerta. Después de cierto tiempo, otro nieto pedía el mismo permiso y cuando mi buely se daba cuenta, estaba sola. 
Entonces tomaba su tablita -mis hermanos dicen que con clavo- y salía al patio a buscarnos. Nos llamaba a gritos cada vez con el apelativo al final de “¡cabrestos chamacos!” y cuando nos descubría escondidos, nos correteaba sin éxito, lo que le provocaba mucha risa. Recuerdo el sonido de sus alegres carcajadas mientras los chicos escapaban de entre sus manos. Era un juego delicioso, después venía la cena de café negro y bolillos.

Años después, cuando ella no vivía en Orizaba sino en México, seguía siendo traviesa como los nietos. La mesa del comedor, siempre grande para acoger a la familia, se llenaba de niños de varias edades. Ella servía la sopa, y las tortillas eran repartidas por su diestra mano con singular puntería: salían volando como platillos voladores, y el que se dormía para cacharlas terminaba ensopado. Claro que a veces mis tías la regañaban por meter el desorden, pero ella ponía cara de seria y seguía sacudiéndose con unos jijís callados que nosotros imitábamos. 

Yo ya estaba casa y la visitaba con frecuencia, y cada tres por cuatro al entrar al comedor si no ponía cuidado, patinaba. Entonces lo sabía: las famosas y tradicionales guerras familiares de migajón habían tenido lugar nuevamente. Durante desayunos o cenas, todos sacábamos el migajón de los bolillos para hacer bolitas, es decir, proyectiles para disparar cuando alguien estaba descuidado. A veces caían en un ojo, lo cual era bastante celebrado, pero no tanto como cuando caían directo a la boca, cosa que provocaba una carcajada generalizada. El piso quedaba tapizado de bolitas de migajón que cuando eran pisadas, era un lío retirar del piso.

Todo eso y muchas cosas más me parecían tan naturales que hasta que ha pasado el tiempo me doy cuenta de lo única que fue mi buely, y me arrepiento de no haber conservado ninguno de los dibujos de “mostros” que nos hacía, siempre con facha como de vampiros graciosos, incapaces de asustar. Nunca fue a la escuela, y sus letras de niña para escribir su nombre o los nuestros eran encantadoras como ella.

Me enseñó a cortar y coser camisitas para Mauricio mi hijo cuando estuve embarazada. Ella inventaba formas y puntadas, y conservo todavía la muñeca que me hizo, de las que llamamos de trapo. Su enagua la hizo con una servilleta bordada que ya no era usada y las caras de las muñecas tenían una nariz peculiar que ella les hacía con hilo y aguja.

Jamás la vi enojada, nunca escuché reproches de parte suya, sus nueras la adoraron y nosotros, su descendencia, la honramos en el recuerdo con esa candidez que siempre tuvo, con esa auténtica alegría de ser parte de un calor distinto, de una familia quizá loca, sencilla o pobre, pero llena de alegría, de eso que ella fabricó para nosotros como trenzas de amor filial eterno que aún extiende su hebras en todas nuestras vidas,


Liz
23.jun.2013



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