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Matando las horas solas


“Es una galleta simiesca”, dije mientras le daba una hojuela deshidratada de manzana a mi perro.
Había abierto la lata número tantos de cerveza y batallaba contra la soledad.
Pensé en el Centavo y su méndiga manera de alejarse, como si yo hubiera cometido un estropicio en su contra o como si de plano ni mereciera su amistad.
Pensé en lo sola que estaba, y en cuántas veces me había sentido así. Últimamente venía siendo una cosa densa, desde que nos cambiamos de ciudad y los amigos se quedaron lejos.

Otra hojuela para el perro y otro trago para mí.
La tele me cansó. Vi una película incompleta sobre un hombre que estaba en vísperas de casarse y sin embargo iba a buscar a una prostituta —morena belleza explosiva que sólo existe en el cine—que le decía que cuando amaneciera todo iba a ser límpido como nunca, y así fue, pues cuando despertó, el hombre tenía nueve años de nuevo.
Luego terminó como película francesa, con un final bastante ingenuo y rosa con beso de príncipe azul y todo. Con razón mi marido piensa que puede hacer películas.

Después del atardecer le llamé al Rafa para decirle que me interesa comprar ese pigmento verde que a veces surte su amigo, el de la tienda con nombre de batráceo. Me dijo que quizá mañana me acompañe. Yo ando en blanco, no hay ni rastro en el cajón donde siempre guardamos los colores.


Las hojuelas de manzana me hostigaron, así que voy por más cerveza. La noche empieza apenas, y la luna es un barquito. No sé para quién escribo, pero desde niña hacerlo me hace sentir acompañada. ¡Salud!.

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