
Desde la mariposa que apura su sorbito de vida; desde la flor que apunta sus pétalos a sol, como sabiendo; desde la mano diminuta que se posa en el seno de la madre; desde todas esas venas por donde corre vida, transcurre el pulso del poeta. Habita las ciudades y sus gritos, igual que vive en el Olimpo.
Los poetas, aquellos que perciben y aprehenden lo verdadero y lo bello para expresarlo en arreglos de lenguaje, son a la vez espejos que pueden embellecer aquello que está distorsionado.
Se sabe que la poesía siempre se acompaña del placer, puesto que todos los espíritus que toca se abren para recibir la sabiduría que se entrelaza al deleite. Un poeta es un ruiseñor que conmueve a sus escuchas. La poesía despierta las mentes, descorre la belleza de lo oculto y ofrece a algunos su revelación.
Pero la poesía es más que todo eso. Prevalece entre la decadencia de una vida social atormentada. Entonces, el poeta hace de su obra una espada fulgurante que expresa su pasión hiriendo páginas con su palabra, señalando cualquier blasfemia obscena que vaya en contra de la belleza divina de la vida. Denuncia con su pluma a los monstruos corrompidos que pretenden devorar a su mundo. Vive siempre hasta el fondo y sufre con tal pasión que a veces, con la voz cercenada, tiembla en su mano la palabra, vocifera con tinta, reclama en el papel, pone a vista de todos la consigna de condenar de nuevo, una y otra vez, toda violencia.
Da nombre a ese veneno paralizante que inicia sus efectos en la imaginación y el intelecto, ese monstruo de corrupción que sin embargo tendría que destruir toda estructura de sociedad humana antes de que la poesía, que es vida, pueda dejar de existir.
Con la espada en su voz, el poeta apela a las conciencias, toca los corazones, comparte su revelación para que no haya silencios vergonzantes. Viste de luto a su palabra al recordar a los muertos que no debían morir, amortaja como héroes a quienes fueron olvidados, blande poemas que amenacen al olvido. Y todo lo hace con el crisol de sus versos.
Lucha por encontrar lo bello, lo esencial de todo hombre, lo luminoso y verdadero. Marcha detrás de su Quijote, a la sombra de su deseo de preservar la vida, la poesía. Intenta oscurecer con su tinta a la violencia.
Canta o gime, crea o destroza como un pequeño dios que no tiene más que el verbo, que se torna encarnado si es preciso, y al levantar su palabra escucha voces: hay más poetas y más dioses, y la palabra restaña, hermana, acusa, transcurre por el mundo y llega aquí, resuena entre nosotros con esa luz divina que nos toca y nos convoca para seguir quijotes a su vera intentando también con sangre y tinta acallar para siempre a la violencia.
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