No recuerdo exactamente cuándo comencé a sentirme mujer. Pero sí tengo muy claro que, cuando niña, mientras algunas compañeras de clase deseaban ser pájaros -por aquello de la libertad-, a mí no se me ocurría para nada ser diferente de lo que era,y eso dije que sería, si volviera a nacer: niña.
Luego vino el “tiempo de crecer”, dejar la casa paterna, emprender una vida aparte. Y supe pronto que podría ejercer mi libre albedrío sobre mi cuerpo para ser madre, y lo deseaba. Creo que era el desarraigo, la falta de cariño, el peso de una soledad que se instaló en mi vida desde mi nacimiento. Sentía el poder, tenía el señorío sobre la decisión de albergar otra vida, y decidí tener a mi hijo.
Con miedo, con esperanza, con alegría pero sobre todo, con mucha decisión. No podía reflexionar sobre lo que sentía, siempre he sido mas bien intuitiva y por entonces mis emociones me rebasaban y no podía escribir. Sólo sentía, observaba lo que ocurría con mi cuerpo, aguardaba... imaginaba y tenía sueños o pesadillas.
La vida que tenía entonces era muy corta, mis experiencias no me convertían en una mujer madura, apenas estaba yo al final de la adolescencia, y aún así, me enteraba. De que ser madre era otra cosa, algo que yo siempre había sabido pero no podía comprobar. Hasta entonces. Me dije que sería una madre “diferente”. Aborrecía los sermones sobre las madres abnegadas y tiernas y calladas, porque yo no conocí a ninguna, y las que veía sólo guardaban apariencias o eran desesperantemente pasivas.
Mi hijo nació antes de tiempo, cuando todavía no lo esperaba. Los malestares me causaron sorpresa y acudí al médico sin sospechar que fuera ya la hora... era mi hijo el que sabía, quien decidió que ya era tiempo de arribar al mundo. El médico también estuvo sorprendido de ver un niño tan tranquilo, tan resuelto a estar presente. “Es más valiente que usted”, me dijo... Porque me di cuenta de que los médicos creen que una llora por el dolor, únicamente. Y yo lloraba, sentía con alegría y placer las gotas quemantes cruzándome la cara, fluyendo inagotables ante la maravilla, el increíble milagro de ser parte de la vida, y se me hundió el estómago cuando me di cuenta de que, por mucho tiempo, ese pequeño aliento de mi vida dependería sólo de juicio. De mi buen juicio, donde quiera que estuviera. Pero valía la pena: Ahora tienes razones, ahora tienes a alguien, ahora vales.
Todo lo que emprendiera tendría un fin, una meta, un propósito. Y lo más sorprendente era que todo eso no me cancelaba, no me quitaba la sed de seguir aprendiendo, experimentando con mi cuerpo y con mi vida. Era madre, estaba más hecha, más completa.
Casi cuatro años después, tal como planeaba, tuve mi segunda experiencia como madre. Parir a una niña, exactamente como lo deseaba, fue la culminación de mis anhelos en los terrenos de la maternidad. Había resuelto desde siempre tener dos hijos, que el mayor fuera varón y la pequeña niña. Y sucedió, tal como hace Dios cada que me bendice y simplemente, como si yo lo mereciera, me da lo que yo pido.
Diferentes maneras de afirmarme. Una cosa es ser madre de un varón, y otra cosa es ser madre de una hija. Y además fui padre y madre, por buen tiempo. Entonces viene eso de la plasticidad, de hacernos grandes o chicos, estirarnos, encogernos, dividirnos, multiplicarnos, volvernos fuego o ceniza y nuevamente comenzar y seguir.
Tengo esencia de mujer. Siempre lo he disfrutado, y no lo cambiaría por nada. Al menos he tenido esa congruencia toda mi vida.
Hace décadas y lustros que soy madre. Y toda esa plenitud sigue llenando mi vida, sigue poniendo en mis pasos la seguridad que notan otros: ahora tengo razones, ahora tengo pertenencia, ahora valgo...
la liz
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