Lo conocí en el año de 1970, cuando llegué a la ciudad de México procedente de Guadalajara. Era esposo de mi tía Tere, una prima de mi madre a quien veía yo de niña cuando ella nos visitaba en Orizaba cuando navidad.
Mi tía estaba entonces por dar a luz a su primera hija y buscaba a quien dejar en su lugar mientras regresaba de su incapacidad. Así fue como entré a trabajar al Instituto de Hidráulica de la UNAM y conocí al tío Jesús.
Primero me impresionó su seriedad, reforzada por unos gruesos lentes de cristales verdosos que le conferían un aire adusto que ciertamente contrastaba con su gentileza y educación.
Como yo salí del instituto debido a los problemas que todavía había en la universidad -secuelas del 68- que provocaban que no entraran los autobuses a las facultades, y debido a la inseguridad de caminar hasta la salida de la Ciudad Universitaria, dejé de ver a mis tíos con aquella frecuencia, pues cuando trabajé donde mi tía nos íbamos a comer a su casa de la Av. Coyoacán, por la fábrica de refrescos Jarritos.
Con el tiempo ellos se separaron y sólo sabía de mi tío por referencia de mis primas. Para ellas era todo un personaje: siempre apoyando cualquier necesidad que tuvieran, cualquier sueño que quisieran emprender, cualquier pena que debieran curar. Lo veían con mucha frecuencia y siempre admiré que a pesar del divorcio con mi tía, él fuera un padre verdaderamente ejemplar, porque es más común observar que los padres se alejan hasta llegar a ser completos desconocidos para los hijos.
Mis primas en cambio viajaban con él, salían de vacaciones, le consultaban las cosas importantes y disfrutaban enormemente de su compañía. Sé cuánto amor y admiración ha crecido en ellas.
Ayer, como tantos otros fines de semana de sus vidas, salieron a comer juntos, y a cierta hora se despidieron.
Como la vida es veleidosa siempre nos sorprende, ésta fue la ocasión para darnos otro golpe repentino: por la mañana mi tío sufrió un infarto que le arrebató la vida.
Estupefacta escuchaba yo las palabras de mi hijo cuando llamó para avisarme. Pensé en las niñas -que en realidad son mujeres hechas y derechas- y pude sentirlas inconsolables en su asombro, en su tan repentina orfandad cuando tenían todavía en la boca el gusto de las palabras que intercambiaron con su padre apenas horas antes.
Y a pesar de la inmensa empatía que sentí por ellas y su pena, soy incapaz de encontrar una palabra, un pase mágico, un oráculo donde resguardarlas de tan descomunal dolor.
Aquí va lo que tengo, mi corazón, mis letras, mi recuerdo, para un hombre que me dejó asomarme, aunque de lejos, al conocimiento de lo que es un verdadero y entrañable padre. Descase en paz.
Y a mis primas, mi cariño, aunque en este momento y a esta distancia, parece tan inútil.
Mi tía estaba entonces por dar a luz a su primera hija y buscaba a quien dejar en su lugar mientras regresaba de su incapacidad. Así fue como entré a trabajar al Instituto de Hidráulica de la UNAM y conocí al tío Jesús.
Primero me impresionó su seriedad, reforzada por unos gruesos lentes de cristales verdosos que le conferían un aire adusto que ciertamente contrastaba con su gentileza y educación.
Como yo salí del instituto debido a los problemas que todavía había en la universidad -secuelas del 68- que provocaban que no entraran los autobuses a las facultades, y debido a la inseguridad de caminar hasta la salida de la Ciudad Universitaria, dejé de ver a mis tíos con aquella frecuencia, pues cuando trabajé donde mi tía nos íbamos a comer a su casa de la Av. Coyoacán, por la fábrica de refrescos Jarritos.
Con el tiempo ellos se separaron y sólo sabía de mi tío por referencia de mis primas. Para ellas era todo un personaje: siempre apoyando cualquier necesidad que tuvieran, cualquier sueño que quisieran emprender, cualquier pena que debieran curar. Lo veían con mucha frecuencia y siempre admiré que a pesar del divorcio con mi tía, él fuera un padre verdaderamente ejemplar, porque es más común observar que los padres se alejan hasta llegar a ser completos desconocidos para los hijos.
Mis primas en cambio viajaban con él, salían de vacaciones, le consultaban las cosas importantes y disfrutaban enormemente de su compañía. Sé cuánto amor y admiración ha crecido en ellas.
Ayer, como tantos otros fines de semana de sus vidas, salieron a comer juntos, y a cierta hora se despidieron.
Como la vida es veleidosa siempre nos sorprende, ésta fue la ocasión para darnos otro golpe repentino: por la mañana mi tío sufrió un infarto que le arrebató la vida.
Estupefacta escuchaba yo las palabras de mi hijo cuando llamó para avisarme. Pensé en las niñas -que en realidad son mujeres hechas y derechas- y pude sentirlas inconsolables en su asombro, en su tan repentina orfandad cuando tenían todavía en la boca el gusto de las palabras que intercambiaron con su padre apenas horas antes.
Y a pesar de la inmensa empatía que sentí por ellas y su pena, soy incapaz de encontrar una palabra, un pase mágico, un oráculo donde resguardarlas de tan descomunal dolor.
Aquí va lo que tengo, mi corazón, mis letras, mi recuerdo, para un hombre que me dejó asomarme, aunque de lejos, al conocimiento de lo que es un verdadero y entrañable padre. Descase en paz.
Y a mis primas, mi cariño, aunque en este momento y a esta distancia, parece tan inútil.
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