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Egos, egos

Me pregunto, cuando se me atraviesa una de esas personas que cargan dentro de sí un ego tan descomunal que se alcanza a percibir desde lejos, cómo harán para ir por la vida tan solos, tan llenos de sí mismos. Cuando una se asoma hacia su interior no puede menos que sorprenderse: son como el hombre invisible por dentro.
Sin embargo, inconscientes de su vacío o no sé si debido a él, van por la vida haciéndole sentir al mundo que nadie los merece, que ninguno está a su altura. Imagino que debe ser frustrante encontrar tanta mediocridad en los alrededores, pero por otro lado eso mismo que creen les hará pensar que ellos mismos son el pináculo de la creación y se regodean en lo poco que son.
Digo lo poco que son porque su única medida es su persona. No guardan dentro de ellos lo que muchos de nosotros: lo que nos dejan los demás, lo que aprehendemos de esos seres humanos que vamos conociendo a lo largo de la vida y nos permiten conocer sus valores, sus virtudes, sus sueños, y crecemos con ese acercamiento, vamos poniendo en nuestra jicarita todo eso que encontramos y de repente aquí o allá tenemos para compartir y seguirla llenando a cada paso.
Todo eso, por si fuera poco, con satisfacción y alegría, la de recibir y compartir con nuestros semejantes.
Entonces no dejo de asombrarme al conocer a este -digámosle creativamente Guillermo G., para que cobre una fisonomía- personaje tan pagado de sí mismo que no identifica ni si quiera los lindes del respeto hacia los otros, intolerante con la miseria que cree que padecen los demás. Tan vacío que mueve a lástima porque no se puede hacer nada por él que no sea alejarse por el bien propio.
Una vez impuesta la distancia, lo que sigue es desear que en algún punto de su vida descubra que eligió el camino difícil y solitario, y esté a tiempo de dar un reset que le quite la ceguera y acabe con ese enajenante y terrorífico vacío.
Y mientras eso ocurre, me siento inclinada a darle un pésame por su pérdida esperando, por su bien, que no sea irreparable.

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