Uno debería poder entregarse al disfrute de la vida y sobre todo al amor cuando lo encuentra, cosa ya de sí tan difícil. Hallar en el camino a esa alma gemela que se convierte en el recinto de paz, que proporciona tal alegría, a veces apacible y otras tan exaltada no es cosa cualquiera, es una gran fortuna y la bendición más grande que debemos honrar.
En cambio, nos llenamos la cabeza con ideas y prejuicios que enmarañan a la razón, y se sume uno en un profundo pozo de aguas turbias que roban el aliento y medran nuestra paz.
Buscar hasta encontrar al otro que nos complementa, estar alertas para detectar esa luz que nos inunda de manera especial, allegarse a él y luego y sobre todo, conservarlo, se ha vuelto una tarea tan difícil que se antoja un sueño cada vez más imposible convertir en realidad.
Nos atormentan los prejuicios, nos paraliza el miedo de dar al fin el salto, de quemar las naves, de entregarnos a esa determinación que prevalece en nuestro pecho como una reluciente verdad, tan luminosa que creemos estar cegados y la confundimos y la cuestionamos como si en el fondo no supiéramos que sí, que estamos seguros, que el amor vale la pena ser vivido hasta las últimas consecuencias porque la recompensa que nos da hace crecer nuestro interior y nos regala con una dicha que resulta inconmensurable.
Pero qué difícil entregarnos al sencillo placer de amar y ser amados, qué difícil no pensar en otras consideraciones impuestas solamente por la costumbre, a cultura o las creencias.
¡Cuánta zozobra causa pensar sólo en amar, en entregarse! Cuánto miedo al dolor y al sufrimiento como so no nos acosaran de todos modos en cada uno de los días de la existencia, como si no hubiéramos aprendido a remontar las aguas después de las tormentas un poco más crecidos o un poco más sabios.
Y así vivimos, dejando ir al amor como si fuera una ilusión tan sólo, como si no pudiera cobrar forma y ser nuestro cobijo en tantos días yermos como ahora vivimos, dejados de la mano de Dios por soberbios, envenenados por esta sádica violencia que ha convertido al mundo en un baño de sangre sin que sepamos cómo redimirnos...
En cambio, nos llenamos la cabeza con ideas y prejuicios que enmarañan a la razón, y se sume uno en un profundo pozo de aguas turbias que roban el aliento y medran nuestra paz.
Buscar hasta encontrar al otro que nos complementa, estar alertas para detectar esa luz que nos inunda de manera especial, allegarse a él y luego y sobre todo, conservarlo, se ha vuelto una tarea tan difícil que se antoja un sueño cada vez más imposible convertir en realidad.
Nos atormentan los prejuicios, nos paraliza el miedo de dar al fin el salto, de quemar las naves, de entregarnos a esa determinación que prevalece en nuestro pecho como una reluciente verdad, tan luminosa que creemos estar cegados y la confundimos y la cuestionamos como si en el fondo no supiéramos que sí, que estamos seguros, que el amor vale la pena ser vivido hasta las últimas consecuencias porque la recompensa que nos da hace crecer nuestro interior y nos regala con una dicha que resulta inconmensurable.
Pero qué difícil entregarnos al sencillo placer de amar y ser amados, qué difícil no pensar en otras consideraciones impuestas solamente por la costumbre, a cultura o las creencias.
¡Cuánta zozobra causa pensar sólo en amar, en entregarse! Cuánto miedo al dolor y al sufrimiento como so no nos acosaran de todos modos en cada uno de los días de la existencia, como si no hubiéramos aprendido a remontar las aguas después de las tormentas un poco más crecidos o un poco más sabios.
Y así vivimos, dejando ir al amor como si fuera una ilusión tan sólo, como si no pudiera cobrar forma y ser nuestro cobijo en tantos días yermos como ahora vivimos, dejados de la mano de Dios por soberbios, envenenados por esta sádica violencia que ha convertido al mundo en un baño de sangre sin que sepamos cómo redimirnos...
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