Sabía de lo que trataba pero no había leído el libro. A pesar de su brevedad, me parece todo un compendio de lo que es vivir la vida.
El drama de la superviviencia cuando depende de la vida de otros, que aunque no sean semejantes son igualmente respetados como seres vivos, aunque no pensantes. El viejo se mide ante el pez colosal que no hace mucho por su vida -porque no piensa, porque para eso está, porque es su destino y su fin- y termina por atraparlo con grandes esfuerzos, coraje, experiencia y valentía. Al conocer el tamaño de su presa el viejo reitera su respeto al animal, a su belleza y su fuerza y reconoce con humildad que le ganó porque él sí piensa. No se vanagloria ni hace de su victoria una mueca de triunfo, sino que acepta que la vida se lo concedió por ser hombre experimentado.
El autor nos pone enfrente a la soledad de los hombres que se adentran en la mar, igual a la soledad de cada humano que atraviesa por la vida llevando lo que siente, teme o desea en el fondo de sí mismo, con aristas que no puede compartir porque nadie más puede asomarse a esos dentros, que son los propios de cada quién.
Nos pone también delante de la sabiduría sencilla y sin aspavientos de quienes han aprendido a sobrevivir en su entorno crudo y difícil, afrontando su tarea con sencillez y de manera eficiente aunque los triunfos sean escasos. La vida es dura para todos, aprendió el viejo: para los peces, para las aves, para los hombres… todos formamos parte de una cadena que nos mantiene vivos. Por eso se mata sólo para poder vivir, y se hace con respeto y sin crueldad, como hizo el viejo con el pez cuando le atravesó el corazón de modo que no sufriera un agonía que le quitara su dignidad de animal magnífico.
Sobreponiéndose al hambre, al dolor, a la soledad, sin temor a la muerte o a la infinitud poderosa de la mar, el hombre se planta en su bote a encarar la tarea que se propuso de pescar un pez grande, más de lo que imaginaba. Lo hizo sin caer en la desesperación, con el cuidado que aprendió de cada día de pesca, pendiente de no caer en arrebatos que sólo arruinan las cosas, acopiando toda su fuerza y experiencia en esa empresa que en momentos parecía tan desproporcionada para sus cuerpo y su edad, mas no para su voluntad.
Termina por ganar esa batalla que a pesar de haberle medrado sus fuerzas, sabe que no es la última, que su trofeo será una tentación para los depredadores marinos que no tardan en descubrir su preciosa carga y atacarla. Uno a uno se deshace de los tiburones que a dentelladas le arrebatan la preciosa carne de su pesca, los mata y los hiere porque no los respeta, son ladrones que arrebatan su botín, que mutilan tortugas, que devoran hombres.
Finalmente llega a la playa, de nuevo solo, enfrenta la tarea de acomodar su bote y quitar el mástil para llevarlo sobre la espalda hasta su choza, donde cae tendido de bruces en su cama vencido por el insomnio de la lucha, las heridas, el desgaste de sus fuerzas. Su joven amigo lo encuentra dormido y al ver su cuerpo herido llora y lo procura: también él está enfrente de alguien a quien respeta por su fuerza, su voluntad y su experiencia. Decide aprender de él todo lo que tenga que enseñarle, y lo alimenta para que pueda volver a la mar.
El viejo no piensa en lo perdido. Generosamente obsequia la cabeza de su pez a un pescador, no guarda rencores ni llora pérdidas, está con el ánimo presto para volver a salir a rifarse su vida con una experiencia más que le ha enseñado que quizá no deba volver solo a las olas, que conviene llevar ciertas herramientas, y sobre todo, que mientras la voluntad sea una roca, se podrá dar siempre una batalla más.
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