
En las noches sin luna y sin corazón, cuando la soledad es una carretera interminable que lleva para ningún lado, a veces hace falta que los dragones no dejen sus guaridas.
Sería menos pesado transitar el árido camino sin llevar desenvainadas las espadas, sin tener que ir recordando los conjuros, procurando no causar ruidos -por leves- que provoquen la furia de los monstruos.
Entonces es mejor dormir así, completamente a oscuras, sin la pequeña flama que a veces nos hace percibir un calor que más bien imaginamos, un bienestar que abarca solamente el diminuto espacio que la llama ilumina.
Marchitarse esa noche, pensar en las mandrágoras, aquietar el avispero que no deja estar al pecho son única solución para esperar al alba sin ese dolor que la garganta ya conoce, sin esa cicatriz dejada por las lágrimas.
Un corazón con armadura, una frialdad serena que apacigüe la tormenta. Dejar correr la arena del reloj, es la única manera de salvarse un poco de las noches sin luna con dragones sueltos.
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