Otra
vez el dichoso monólogo sobre la menopausia. O sea, cuando te agarra, te cae
por todo lado. Así que no es nada más pasar por los insomnios y los sofocones,
los que provocan los calorcitos y los que provoca el humor de los mil diablos con
que a veces -muuuuy a veces- andamos por la vida desde que amanece y ve uno que
va a pintar difícil porque sólo mirar a un lado al marido disfrutando de su
sueño como angelito o como diría mi abuela “como si no debiera nada”, se pone una furiosa. Eso en el peor de los
casos, porque en el “menos peor”, se echa una a llorar nomás de ver a dónde
vino a dar su vida.
Entonces se acuerda una -porque sí,
a veces una sí se acuerda- que está en la edad “interesante”, no hay razón para
usar términos peyorativos, y tiene una un cúmulo de experiencias que en ciertos
casos llaman “sabiduría” pero nosotras sabemos que además de sabias, la edad
nos hace inevitablemente menopáusicas. En secreto consideramos si tendremos
ahorros suficientes para lanzarnos por un liftin o tendremos que optar por las
menos caras cremas milagrosas que usaremos a la sombra de nuestra no sé si
“intimidad” o “soledad”, porque a propósito, no son tantos los maridos piadosos
o francamente medio beatos los que se quedan haciéndonos compañía en esos días
en los que vemos y sentimos que nuestra vida empieza a apuntar hacia la
dirección contraria.
Y
no es para menos con esos humorcitos o sentimentalismos que nos atacan tiro por
viaje, claro que todo el mundo corre. Empezando por esos blancos móviles en que
convertimos sin querer a ese gentil y comprensivo hombre que permanece estoico
en nuestras batallas. (Hablamos de los maridos beatos, claro está).
En
esta etapa sentimos que nos volvemos lentas, que nuestro cuerpo como que quiere
y no puede ante la frustración de ese marido que, él sí sabiamente, nos
recuerda con calmo acento que va a tenerlo en cuenta y estar al tanto de
que para cocer a una gallina hacen falta
tres hervores -también llamados caldos- porque no es lo mismo a estas alturas,
y cumplirá su empresa como verdadero mártir de la causa. Lo que no podrá
confesarnos es que por su parte requiere más que nunca arrancar motores mínimo
con una inspiradora imagen de la chica del calendario de cualquier taller
mecánico, principalmente por sus poderes terapéuticos para el calentamiento.
Pero
bueno, una termina por aceptar su condición y tiene que apresurarse a consultar
a un especialista que tendrá mucha o poca delicadeza para indicarle a una que
los huesos tienden a desaparecer, que no es que la edad sea problema pero por
eso las uñas son quebradizas y que más vale que para la intimidad consideremos
al gel lubricante como gasto fijo. Nos pondrá a batallar con la danza de las
hormonas en cualquiera de sus novedosas modalidades y terminaremos confundidas
pensando que, o estamos experimentando nuevamente la pubertad con esos deseos
incontenibles, o han desaparecido los problemas en el mundo.
Por
otro lado, está la cuestión alemana de la memoria. Sencillamente se nos esconde
ante la conmoción generalizada y la propia. Nos hemos enterado de que hay que
ejercitar las neuronas y comenzamos a hacer tardeadas para jugar cartas aunque
sea.
Naturalmente el marido no recordará
que a él también se le olvidan las cosas o las confunde, el pobre a veces cree
que somos Fulanita o parece que pensara que somos unas jovencitas por la manera
en que nos habla. Demencia pre senil, seguramente, pobre hombre. También se
vuelve tan solidario que comienza a teñirse las canas para acompañarnos en esos
menesteres de disimular que disimulamos la edad. Por nuestra parte, nosotras
buscamos en las amigas las recetas de las mejores dietas o cremas, trampas para
arrugas y ropa interior que levante y disimule.
Total, ya decía al principio que
cuando a una la agarra esta edad, que Dios agarre confesados a los que nos
rodean, porque los encontramos culpables de cualquier cosa o de ninguna, según
mande la hormona. Vagarán por la casa confundidos los callados maridos o los
azorados hijos a causa de nuestro humor.
Ah, pero si creen que eso es todo, prepárense: ¡encima
hay que escribirlo. Y además, leerlo en público!
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