Es noche. Me levanto del sueño que no pudo envolverme y deambulo por la casa buscando los secretos nocturnos de las cosas, su palpitar oculto a nuestros ojos en el día, cuando la luz es un escudo bajo el cual se ocultan los rumores.
Pensé en oscuridad al levantarme. No había descubierto cuánta luminosidad impone el hombre a la tersa negrura de la noche. Algo teme, por eso hay reflectores en el patio del vecino y lámparas en las calles y focos en los dinteles de las puertas.
Teme a su oscuridad. Teme su lado oscuro. Que las tinieblas lo deje encontrarse con su lobo. Tiene miedo de ver el Gran Vacío cuando tiene que enfrentar la oscuridad. Prefiere que no reposen sus párpados acosados, que se cuelen incansables haces de luz por sus pestañas, en la vigilia o en el sueño, con el sonido de los días o los ladridos de las noches.
Así que no hay secretos en las cosas, ya todo les ha sido arrebatado y ni siquiera tenemos memoria de los tiempos en que los objetos cobraban vida por las noches, siempre pendientes de no ser descubiertos por algún insomne despistado persiguiendo ovejas.
Espera un reencuentro con la noche, con las felices sombras que conocí en la infancia, cuando las horas transcurrían en el asombro porque miraba parpadear la oscuridad, sentía su pulso acompasado con el mío, miraba absorta recorrer sus velos al amanecer, cuando asomaba el día brillante como siempre, ocultando otra vez la hermosura, el misterio de la noche.
Tampoco está el silencio. Gruñen las calles acosadas de motores que recorren sin parar las avenidas presurosos por ganar las carreteras.
De todos modos, es noche. Mi lámpara de pie acompaña firme la hora del insomnio, como el tic tac venido de otro tiempo que resulta en único vestigio del pasado.
No tengo luna. Lo que brilla a lo lejos no son astros sino neones. Lo que escucho no viene del silencio sino de otra ciudad que no descansa.
Quizá todos están levantados en sus casas, buscando sus noches, los secretos de las cosas o agazapados en el temor de verse a oscuras y en silencio enfrente de sus lobos.
Quizá también soy ellos, o noche, o miedo. O lobo.
Pensé en oscuridad al levantarme. No había descubierto cuánta luminosidad impone el hombre a la tersa negrura de la noche. Algo teme, por eso hay reflectores en el patio del vecino y lámparas en las calles y focos en los dinteles de las puertas.
Teme a su oscuridad. Teme su lado oscuro. Que las tinieblas lo deje encontrarse con su lobo. Tiene miedo de ver el Gran Vacío cuando tiene que enfrentar la oscuridad. Prefiere que no reposen sus párpados acosados, que se cuelen incansables haces de luz por sus pestañas, en la vigilia o en el sueño, con el sonido de los días o los ladridos de las noches.
Así que no hay secretos en las cosas, ya todo les ha sido arrebatado y ni siquiera tenemos memoria de los tiempos en que los objetos cobraban vida por las noches, siempre pendientes de no ser descubiertos por algún insomne despistado persiguiendo ovejas.
Espera un reencuentro con la noche, con las felices sombras que conocí en la infancia, cuando las horas transcurrían en el asombro porque miraba parpadear la oscuridad, sentía su pulso acompasado con el mío, miraba absorta recorrer sus velos al amanecer, cuando asomaba el día brillante como siempre, ocultando otra vez la hermosura, el misterio de la noche.
Tampoco está el silencio. Gruñen las calles acosadas de motores que recorren sin parar las avenidas presurosos por ganar las carreteras.
De todos modos, es noche. Mi lámpara de pie acompaña firme la hora del insomnio, como el tic tac venido de otro tiempo que resulta en único vestigio del pasado.
No tengo luna. Lo que brilla a lo lejos no son astros sino neones. Lo que escucho no viene del silencio sino de otra ciudad que no descansa.
Quizá todos están levantados en sus casas, buscando sus noches, los secretos de las cosas o agazapados en el temor de verse a oscuras y en silencio enfrente de sus lobos.
Quizá también soy ellos, o noche, o miedo. O lobo.
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