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El encanto del circo


Como todos los niños, había visto pasar el circo desde la ventana de su casa, en el desfile de animales exóticos, payasos en zancos y espectaculares mujeres caminando con poca ropa y mucha lentejuela por la ciudad.  Sin embargo nunca sintió particular atracción por ir a las funciones. Jamás hubiera pensado que en cierto momento de su vida estaría en una situación tan precaria que solamente el circo podría serle de ayuda.

Estaba tan necesitada de trabajo que aceptaría lo que fuera, y así fue que se quedó a trabajar en el circo de todista, es decir, de ayudante de todo. Había sido buena idea ir a ver sus instalaciones porque así se enteró de que necesitaban mozos.

De modo que de pronto estaba inmersa en ese mundo que desde niña le parecía un lugar riesgoso y lleno de malos olores, además de lo pesado que parecía la vida para cualquiera que estuviera ahí, siempre empacando pertenencias para andar en todas partes sin ningún sitio fijo, sin familia y sin amigos, encerrados en ese único círculo de gente extraña que podía vivir bajo una carpa. Pero cuando los tiempos son más difìciles que nunca, no se puede andar con contemplaciones y aceptó el trabajo aunque sabía que solamente saldría del paso un corto tiempo.

Todo era una sorpresa y le tenían que explicar constantemente cada cosa que debía emprender. Nunca vió a los trapecistas,  a quienes admiraba aunque le pusieran los nervios de punta.

En cambio le gustó trabajar con el hombre que tocaba las cuerdas. Éstas estaban suspendidas desde el punto más alto de la carpa hasta un lado del telón por donde salen los artistas. Eran varias cuerdas de distinto grosor y él las tocaba con sus dedos como si fueran un arpa, produciendo un sonido muy bonito. Mientras tocaba, otro ayudante lanzaba unas luces de colores sobre las cuerdas y parecía que danzaban. Ella miraba tan arrobada el número justo al pie de las cuerdas, haciendo nada más que estorbar, que el ejecutante le pidió públicamente que se quitara. Terminaron pronto sus minutos de gloria en escenario y avergonzada sólo esperaba que nadie del vecindario hubiera ido a esa función.

El tiempo transcurre muy rápido y la vida en el circo también, de modo que cuando menos pensó ya estaba enamorada de un cirquero. En las noches salían bastante tarde a recorrer el parque donde ella de niña aprendió a andar en bicicleta, y contaba la historia de su barrio o su familia. Él no tenía recuerdos que no tuvieran que ver con la carpa, y le gustaba escucharla.

Llegó el día que temía, en el que el circo se tenía que ir de la ciudad. Siempre estuvo segura de que no se iría con ellos,  pero en ese momento estaba encariñada con sus compañeros y el ambiente, y le pesaba dejarlos marchar. Para colmo llegó José con su cara llorosa a despedirse, porque ya le había  dicho que de ninguna manera se iría con el circo. Sintió dolor de verlo, parecía un niño friolento y su rostro le decía mucho más que la única palabra que le dijo: “adiós”.

Ya tenían recogido y en camiones todo, así que se quedó en la tienda de unas personas que cada año apoyaban al circo pero residían en la ciudad. Eran, como en el circo, muy amorosas y abiertas. Al menos ahora tendría un lazo con alguien en esa ciudad en la que nunca había sembrado una amistad. Parecía a punto de llorar, y la señora de esa tienda le dijo “saca eso que tienes, porque te va a hacer daño”. Era algo que siempre había tenido: en ocasiones en las que sentía una pérdida, se hacía una bola en medio de su pecho y no la dejaba respirar. Pero nunca supo cómo desbaratarla, y para colmo, no sabía lo que es llorar.

La hija de aquella señora le dijo que iba a llamar a la que sabe de esas cosas y las deshace, y la trajo con el pensamiento porque en ese momento entró en la tienda vestida con un abrigo de pelitos. Sin decir nada la abrazó como dando un pésame, y así se quedaron un rato, hasta que sus cuerpos se empezaron a balancear hacia uno y otro lado, y ella se daba cuenta de que ninguna estaba haciendo fuerza, más bien sentía que sus cuerpos eran mucho más ligeros, como hojitas, y de pronto, sin vértigo ni previo aviso,  su cuerpo se desplomó en los brazos que la sostenían, como cuando se está dormida o desmayada, pero se daba cuenta de todo. Colocaron su cuerpo en una cama y la miraban no sabía si con pena o con cariño, diciendo “pobre, no aguantó”. 

Desde muy lejos escuchó apenas los motores de las camionetas y los balidos de los animales al marchar la caravana del circo. Imaginó que la señora le hizo un encantamiento o cura que la puso en ese estado, y no supo cuánto tiempo seguiría ahí sola, como piedra, abandonada en ese lugar en espera de un circo que la hiciera revivir.



28.II.04

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