Acabo de hablar por teléfono con una amiga de Oaxaca que por razones de falta de justicia se encuentra en la ciudad de México tratando de probar la inocencia de su hermano. Es un caso prácticamente idéntico en cuanto a falta de pruebas y demás, al del famoso documental que está en boga, sólo que ellos no han tenido acceso a los medios.
Y más allá de la ya de por sí gran desgracia personal, que en este caso es acaecida en una familia de personas reconocidamente educadas y decentes, preocupadas por su comunidad, trabajadoras e increíblemente honestas, a quienes conozco de hace más de diez años, mi amiga me cuenta la desazón que le provoca, en cada visita a su hermano, ver que las cárceles están llenas de jóvenes. Dice que puede contar con los dedos de las manos a las personas mayores.
Las condiciones en ese lugar, todos sabemos -o mejor dicho, imaginamos- son terribles. Su hermano, médico, dice que con frecuencia los internos se acercan a él porque tienen problemas en las piernas. Claro, es debido a que el espacio donde están es tan escaso que deben dormir parados y pasar todo el día de pie.
Mi amiga ha podido acercarse a algunos jóvenes a quienes nadie visita y por tanto no tienen los dos mil pesos que requieren para pagar la fianza y salir de ahí. Están enclaustrados por haber robado un celular, un tapón de gasolina...
Y ellos, esos jóvenes que a veces vemos en la calle drogados y harapientos y rápidamente cruzamos la acera o miramos para otro lado, ellos, son nuestros muchachos, son nuestros jóvenes, y tienen lo que nosotros como sociedad les hemos dado. Son víctimas de todo este sistema que nos ha salido tan mal, mientras observamos cómo algunos no encuentran la manera de ocultar su dinero.
Me sentí totalmente apabullada por la pena de mi amiga, que es mi pena. Juntas pensamos que, al menos, deberíamos también contar esas historias huérfanas, injustas, dolorosas, darles un poco de voz en esa oscuridad que los tiene condenados a un ostracismo tan feroz que, como dice mi amiga, no piensan, no imaginan, no tienen nada...
Y más allá de la ya de por sí gran desgracia personal, que en este caso es acaecida en una familia de personas reconocidamente educadas y decentes, preocupadas por su comunidad, trabajadoras e increíblemente honestas, a quienes conozco de hace más de diez años, mi amiga me cuenta la desazón que le provoca, en cada visita a su hermano, ver que las cárceles están llenas de jóvenes. Dice que puede contar con los dedos de las manos a las personas mayores.
Las condiciones en ese lugar, todos sabemos -o mejor dicho, imaginamos- son terribles. Su hermano, médico, dice que con frecuencia los internos se acercan a él porque tienen problemas en las piernas. Claro, es debido a que el espacio donde están es tan escaso que deben dormir parados y pasar todo el día de pie.
Mi amiga ha podido acercarse a algunos jóvenes a quienes nadie visita y por tanto no tienen los dos mil pesos que requieren para pagar la fianza y salir de ahí. Están enclaustrados por haber robado un celular, un tapón de gasolina...
Y ellos, esos jóvenes que a veces vemos en la calle drogados y harapientos y rápidamente cruzamos la acera o miramos para otro lado, ellos, son nuestros muchachos, son nuestros jóvenes, y tienen lo que nosotros como sociedad les hemos dado. Son víctimas de todo este sistema que nos ha salido tan mal, mientras observamos cómo algunos no encuentran la manera de ocultar su dinero.
Me sentí totalmente apabullada por la pena de mi amiga, que es mi pena. Juntas pensamos que, al menos, deberíamos también contar esas historias huérfanas, injustas, dolorosas, darles un poco de voz en esa oscuridad que los tiene condenados a un ostracismo tan feroz que, como dice mi amiga, no piensan, no imaginan, no tienen nada...
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