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Corazón que soprende

Nada parecía indicar que algo pasara. Al medio día recibí llamada de mi hijo y al responder me di cuenta de me agitaba al hablar, como que me faltaba el aire. "Quizá me bajó la presión", pensé. Pero vino la hora de comida y así seguí, sofocada. A la hora de merendar comí un tamal y aumentó un incipiente malestar estomacal que había notado. Aumentó mucho, así que decidí irme a la cama y tomarme la presión por lo rara que me sentía. Inmediatamente comenzó un dolor en el centro del pecho, irradiaba hacia todos lados y nunca lo había sentido, muy incómodo. Tomé la presión pero lo que me llamó la atención fue la frecuencia cardíaca: siempre la tengo en 54 y me dicen que es muy baja, pero estaba en 43. Algo no estaba bien. Avisé a mis hijos por mensaje y acordamos que me fuera a las urgencias de mi clínica.

Ahí me atendieron en seguida porque ya era noche, no había mucha gente. El médico resolvió enviarme al hospital para que tomaran un electrocardiograma. Así lo hice y la doctora de urgencias del hospital dijo que ya había subido mi frecuencia a 60 y que podía irme a casa, que acudiera a consulta con mi médico familiar al día siguiente. Lo hice. La doctora se alarmó diciendo que ella no me hubiera dado de alta en el hospital y me remitió de nuevo. Ahora sí me dijeron que me debía quedar. Para entonces mi frecuencia cardíaca estaba loca de remate: de un segundo a otro iba de 40 a 50 pasando por todos los numeritos intermedios. En urgencias me conectaron a un aparato con alarma y una doctora me estaba monitoreando todo el tiempo mientras se desocupaba una cama en el piso a donde me quedaría en lo que me veía un cardiólogo.

Pero por lo pronto, los de urgencias decidieron comenzar un protocolo e iniciaron los estudios de química sanguínea, perfil tiroideo, montones de electrocardiogramas. En unas horas estuve en una cama en Medicina Interna, en el sexto piso del IMSS Hospital Regional Orizaba.

Lo que nos llamó la atención a mi hermana y a mí desde un principio fue la calidez y eficiencia cuando nos recibieron. Pero además, los médicos, enfermeras, camilleros, todos de menos de 30 años, super eficientes y profesionales, cariñosos, atentos, respetuosos y además simpáticos. Nosotras con cara de what por lo inesperado, hemos tenido suficientes experiencias en hospitales en muchos lugares donde siempre es todo lo contrario.

Yo sin reacción emocional alguna hasta el momento. Todo muy rápido, todo sumamente raro para mí: ¿el corazón? ¡pues claro, soy puro corazón, siempre lo he dicho! Pero bueno, esto sí que era sorpresa. Nada de esfuerzos, los diez pasos al baño estaban prohibidos, solamente pidiendo una silla de ruedas me dejarían entrar ahí, de lo contrario el cómodo.

Al entrar en la habitación se me arrugó el corazón: en la puerta decía que ahí había seis pacientes. El recorrido en la camilla hasta donde sería mi lugar me hizo ver que estaría yo hasta el fondo, que me quedaría entre cuatro paredes y hubiera preferido estar cerca de la puerta y no hasta el fondo, mi garganta se hizo nudo y respiré hondo. Al final otra sorpresa: me tocó todo el ventanal que me dejaba admirar los cerros de los alrededores, las montañas lejanas, las nubes, una pequeña parte de la ciudad.

 

Ahora sí las  acudieron solícitas a endulzar mi corazón. La jefa de enfermeras de turno, una dama que irradiaba su jerarquía se presentó con nosotras, y le ofreció a mi hermana una silla "sólo una porque no nos alcanza para dos", dijo disculpándose porque las cosas que llevábamos tendrían que ponerse en el piso. Un rato después le ofrecieron a mi hermana una silla que se vuelve catre para que descansara. Nosotras con ojos de plato, jamás antes habíamos vivido algo así en un hospital.

A cada cambio de guardia una enfermera o enfermero y asistentes se hacían presentes, nos decían su nombre y en qué podían ayudarnos y realizaban sus rutinas tratando de hacernos sentir cómodos. Nada fácil en ese piso donde los enfermos recién salen de cirugías tremendas, usan pañales, no comen, no se pueden mover. Sus cuerpos están sumamente agredidos por el medicamento, la cortisona, la edad, la enfermedad y las curaciones, sin contar con que muchos son alimentados por sonda. Todos están acompañados por uno o dos familiares según su gravedad y médicos y enfermeras se aseguran de que los pacientes nunca se encuentren solos.

El día sábado llegó un pequeño ejército de chicos jovencitos con sus carritos de servicio desvencijados pero limpios y un montón de aditamentos que no supe para qué eran. Resultó que iban a bañar a los pacientes en sus camas. Yo había podido ir a la regadera, por dicha, aunque a escondidas. Y esos casi niños, con gestos cariñosos y palabras divertidas bañaban a las viejitas, "no se preocupe si se cae, Teresita, la cacho al primer rebote",  les preguntaban si estaba rica la temperatura, si se sentían mejor, etcétera. Uno tras otro los pacientes fueron quedando frescos y perfumados, listos para un buen descanso o la merienda.

Yo seguían sintiendo como si estuviera de vacaciones, como si fuera una intrusa espiando la verdadera desgracia ajena, pues lo que yo tenía era sólo un corazón que latía por debajo de lo que debiera, sin grandes aspavientos ni dolores, no tenía indicada una dieta especial como los otros, me podía incorporar muuuuy leeeeentamente contra el deseo de mi hermana y ante la mirada regañona y disimulada de la enferma si quería ir al baño, pero podía hacerlo, y no me cansaba de mirar por la ventana los diferentes colores que el cielo iba pintando en los amaneceres o en las tardes.

 Yo dormía como jamás lo había hecho: a todas horas. A la menor provocación me quedaba dormida a pesar de que mi columna protestara por la incomodidad de la cama, o mi cuerpo se sofocara por el tremendo calor que nos asfixió el fin de semana. Mi hermana vigilaba mi sueño, observaba mi pulso, me acomodaba el cabello pegado a la frente, me cubría la espalda, me sobaba los pies, me daba agua, me pelaba una naranja, me subía el café que me llevaba Alex en un termo, repartía taquitos a los familiares, iba por la enfermera cuando pasaban minutos de que me tocara algún chequeo, me untaba de crema, no paraba, todo mundo pensaba que era mi hija.

Nuevos electrocardiogramas, médicos que me indicaban que hasta el lunes habría cardiólogo, pinchaduras dolorosísimas de venas que se ponchaban una tras otra como ha sido su costumbre desde que recuerdo y hacer de tripas corazón en la hora de las curaciones de los pacientes vecinos, llenos de rozaduras o llagas en sus cuerpos llorando a grito pelado. Las condiciones modestísimas de las instalaciones no permitían tener mamparas, todos estábamos como en pecera, a la vista y los sentidos de todos, que aprendimos a ser solidarios en silencio y a no mostrar miedo, repugnancia o lástima. Procuramos en cambio la solidaridad, la compasión, las bendiciones, la generosidad.

Pasaron días y llegó mi lunes esperado. Ya estaban los resultados de mi perfil tiroideo y todo bien, de modo que llegó un piquete de residentes con una máquina tipo Viaje a las Estrellas primera versión a cargo de la cardióloga para proceder con una prueba con Atropina. Me explicaron el procedimiento y acto seguido mandaron llamar a Kaden, mi enfermera estrella, para que suministrara en un minuto el frasquito y medio por la vena. "Va a subir a 70 su frecuencia, es normal en adultos mayores. En niños sube a 90". Bueno, pues comenzó a pasar el liquidito y en algún momento un residente indicó que ya estaba entrando y que subía... subió a 93, me dijeron que soy joven y hubo aplausos... la verdad yo siempre me he sentido joven así que cuál sorpresa, je je. La doctora dijo que estaba yo muy bien, que la verdad yo manejaba una frecuencia baja y que me daría de alta para que me hicieran un estudio Holter y después acudiera yo a consulta en cardiología.

Apenas podía creer mi suerte. Me sentí triste por los pacientes que se quedaban y que tenían días antes que yo ahí, algunos más jóvenes, algunos muy mayores y todos con la esperanza o angustia de salir de ahí. Un último electrocardiograma en el segundo piso y a recoger mis cositas para ir a casa.

¿Al final? Lo que pasó fue que hubo demasiado estrés por mucho tiempo: la carrera, los festivales de poesía, la mudanza, el examen de titulación, pandemia, voluntariado y cosas por el estilo que al final pasaron su factura porque nunca me di cuenta de que necesitaba descansar, o nunca he sabido cómo se hace. Ahora lo entiendo, mi hermana me ha dado indicaciones precisas para que me observe. Dijo: "cuando te pongan el Holter van a ver como que te tiraste del sexto piso, cuando tú sólo te levantaste de la cama, porque así es como te mueves" (jaaaaaa). Y ahora me insiste en que todo leeeento, despacio, res-pi-ra, no corras, no brinques, etc. 

Eso negro como collar son cables ji ji

Pero voy entendiendo: debo hacer un cambio de ritmo solamente, algo más acompasado que tengo que aprender porque la verdad no es algo que me salga natural, así somos en mi familia las mujeres, cada que nos movemos la gente se asusta porque dice que salimos corriendo o brincamos y nosotras normal, así nos movemos. 

A ritmo de vals, venga, no pasa nada, esta oportunidad que me está dando la vida no se irá a desperdiciar por unas prisas. Todos esos buenos deseos y hermosas vibraciones recibidas por todos los medios para que recuperara mi salud han de tener su buen destino y el mejor de los resultados para que siga yo teniendo como siempre el más grande de todos los tesoros, el de la amistad y el amor filial que aunque me encuentre lejos, me encuentra, me arropa, me cura y me hace una con todos, que somos puro corazón. Eso sí, sentí gacho que no estuvieran mis hijos, pero las cosas son como son.




 

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