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De las sorpresas

A veces me tropiezo. Hoy fue así: al levantarme tenía dolor como de huesos, como de panza, como de no sé qué. Decidí no levantarme porque no tuve de dónde sacar el ánimo. Dormí a pesar de la luz y a media mañana desperté con dolor. Nada, ningún asomo de energía venía a mi encuentro y los pensamientos me aturdieron con su ausencia.
Dolor como de estómago: un té de manzanilla, el té que menos quiero pero veamos si consintiendo a esa parte de mi cuerpo lo recupero un poco.
Intenté con desgano ocuparme de alguna cosa, ya el fracaso al intentar leer los textos para la tarea me indicaba que por ahí no estaba el camino así que me puse a tratar de seguir acomodando la cocina, este espacio desconocido que sigo sin comprender, sin encontrarme en él...
Lentísimas iban escurriendo las horas por la rendija del día lleno de sol a pesar de mis escalofríos y llegó la hora de preparar una comida, algo. Caldo de verduras, será, para que no caiga pesado. Entonces, al buscar el frasco que guarda los diamantinos granos de la sal, me vino toda la nostalgia. Casi no había, me acordé que aquí no he encontrado esas piedritas hermosas que pongo a moler para usarlas en la comida y quise pedirle a mi hija que me trajera... así fue como rompió mi llanto las fronteras: no están cerca ella ni la sal ni todo lo demás que me vi precisada a dejar lejos.

Qué vulnerables somos cuando estamos enfermos, cuando el corazón o el cuerpo nos impiden caminar por el día como si nada, cuando una nostalgia crónica nos pone de frente a una noche larga cuyas horas son inabarcables por eternas... cuando no hay mano amiga ni voz ni abrazo ni cocina ni sal, y sólo lágrimas.

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