(No es necesario poner tus apellidos, si llegas a ver esto sabrás que es para ti).
Ahora mismo comienzo
el relato de una parte de mi historia que desconoces por tanta ausencia. Me da
mucha pereza escribirlo porque ha pasado tanto tiempo que estoy en lo que
podría decirse la medianía de mi vida. Por eso seguramente todos escriben sus
diarios cuando tienen quince años y no están precisados a seleccionar lo que
abordarán en su cuaderno. Comienzo pues,
sencillamente, tumbada en la cama y al pie de mi ventana. Es de tarde, como cuando
pintábamos. El aire está muy fresco, el pájaro que siempre canta no vino hoy a
su árbol y mis perros duermen echados a mis pies.
Hace dos meses que no he podido trabajar. De por sí mi labor
es esporádica, siempre depende de que alguna instancia cultural o social
requiera mis servicios y me solicite diseñar un taller ya sea de pintura o de
literatura para niños. Los más comunes son los de desarrollo social, pues van a
colonias marginadas y a municipios alejados. Pagan poco y es mucha la friega
pero a mí no sólo me proporcionan algo de ayuda económica: sobre todo, me
alimentan el espíritu.
Nunca supe
que quería enseñar. Sólo de niña sentaba a mis primos y hermanos que dejaban a
mi cuidado para jugar a la escuelita. Inventaba cómo enseñarlos a que se
cepillaran los dientes o cosas absurdas como esa. Claro que los niños siempre
quieren pintar pero nosotros nunca tuvimos con qué, si a duras penas teníamos
para cuadernos de la escuela. Recuerdo cómo se me gastaban las hojas de mi
libreta por tener que borrarlas para volver a escribir en ellas. Aprendí a
borrar muy limpiecito y con gran cuidado.
Pero decía,
no tuve tiempo de descubrir ninguna vocación cuando lo que tenía que hacer
desde niña depués de la primaria era trabajar, alejada de la escuela y de lo
que hubieran podido ser mis sueños o deseos. Lo que no dejé de hacer fue leer.
Primero lo que me encontraba, y más tarde, cuando mi sueldo permitía que
separara algunos pesos, lo que me compraba. Siempre quise aprender.
Ya de
adulta y con los hijos que mantuve, me dio por aprender pintura. No salí tan
mala porque como te dije, me gusta aprender. Y un día me invitaron unos
maestros rurales de Oaxaca a que diera talleres de pintura para niños. Me
emocioné pero tuve mucho miedo. Enseñar cualquier cosa es mucha
responsabilidad. Pero estaba comprometida porque en ese lugar había yo leído
mis primeros poemas y me había sentido poeta por primera vez. Dar a cambio de
eso un taller era más bien poca cosa y acepté.
Me puse a
leer libros y a buscar apuntes en donde aconsejaran didácticas a los maestros y
mostraran ejercicios. Me puse a hacerlos para constatar el grado de dificultad
y calcular los materiales. Y claro, le dije a todos mis amigos que me donaran
cuanto tuvieran que sirviera para colorear: los lápices de colores que sus
niños desechan cada año, pedacería de crayolas, hojas y cartulinas. El caso es que tengo buenos amigos y pude llenar
una maleta mediana con materiales que llamé mi maleta de mago.
En
Huajuapan de León mis amigos maestros pusieron a mi disposición el patio de un
kinder y un colchón para que durmiera ahí durante el curso, y su viejísimo pero
útil Vocho sin ventanas para adentrarnos en las escuelitas de la sierra en
busca de niños a quienes dar talleres.
Entonces
conocí más a este país que tanto me enseñaron a querer. Y la pobreza, de la que
siempre estuve cerca, me rodeó de nuevo.
Aquellos
talleres duraron apenas un fin de semana largo. Yo terminé contenta y cansada
pero sobre todo adolorida. No se me apartaban de la cabeza todas aquellas
cabecitas de cabello negro y tieso: los niños que yo calculaba de ocho años
tenían once, y en aquella ocasión ningún niño conocía las crayolas. No hablaban
español y desconozco la manera como sobreviven en un lugar caluroso y sin agua.
Recuerdo bien la sed que me atormentó durante la primera sesión del taller, y
que no había de dónde obtener agua. Y recuerdo preguntarme qué harían los niños
para vivir así, porque yo en cuanto regresara a Huajuapan, me compraba una
botella de agua y listo. Pero los niños no. Ni siquiera había tienditas en los
lugares donde estaban.
La
experiencia me gustó muchísimo y seguí dando talleres. A veces en orfanatorios,
a veces en escuelas de colonias alejadas, en el Estado de México, la sierra de
Veracruz o en el DF. Hasta para unos
chicos de bachillerato en Costa Rica fui a dar talleres. Luego me fui a vivir a Monterrey y ahí para mi
fortuna, estaban comenzando un programa de Cultura Infantil con talleres para
niños. Me ofrecí como voluntaria porque recién llegada a la ciudad y sin conocer
a nadie, pensé que sería la mejor manera de integrarme a la comunidad. Así
estuve por meses hasta que pregunté cómo le hacía para proponer un proyecto. Y
comencé a trabajar en distintos proyectos, con la ventaja enorme de recibir
mucha y buena capacitación.
Participé
en los talleres de verano asistiendo también a los municipios. Seguía yo con mi
interés por conocer más el país. Nuevo León es un estado bien grande y de otro
modo hubiera sido difícil llegar a los municipios que conocí. Para mí todo era
completamente diferente. El norte es algo desconocido para quienes somos y
vivimos en el centro. Es toda una experiencia vivir en la frontera, o al menos,
tan cerca de la frontera. Con el tiempo me pidieron diseñar talleres de verano
en literatura para el Estado, ligados con las actividades plásticas que otros
maestros o yo misma diseñábamos.
Tuve la
dicha de participar en un programa que consistía en dar la clase de Artísticas
en una escuela primara durante todo el ciclo escolar. Increíblemente, como soñé
cuando era niña, estuve dando clases en una primaria sin haber cursado la
Normal. Fue todo un reto diseñar talleres para cada grado de dificultad, y
aquel fue un año muy trabajoso porque no sólo daba esas clases sino otras de
pintura particulares de mañana y tarde y luego estuve en los cursos de verano
donde me pasaba la semana en algún municipio, y tuve un taller en una feria del
libro y en otra de Expo Ayuda y por si fuera poco, estaba tomando un diplomado
a distancia sobre Cultura Infantil de la UAM Y CONACULTA.
En una
ocasión en que monté una exposición de trabajos de los niños en una Casa de la
Cultura, un escritor de libros para niños de la localidad me dijo que nunca
fuera yo a pensar que lo que hago no sirve de mucho. Dijo que él mismo había
decidido hacer lo que hacía gracias a una maestra que le dio taller de lectura
en el kiosko de un parque cuando niño. Entonces sentí que yo había tenido razón
en el foro de discusión del diplomado al decir que prefiero sentir que pongo mi
granito de arena a saber que no hago nada. La discusión era porque algunos
compañeros pensaban que de todos modos no cambian las cosas, por mucho que uno
se esfuerce, y que es tiempo perdido dedicar tanto esfuerzo a programas que
nunca tienen continuidad, a conseguir recursos, a convencer a autoridades y
demás. Sí, es difícil y si sólo se vive de eso, definitivamente se vive mal, al
día como la mayoría de personas en este país. Pero cuando uno lo hace por
convicción, cuando uno lo hace porque le renueva el espíritu en lugar de
enmarañarlo, uno se traga su pastilla cotidiana de frustración y le pone buena
cara a cada día para poner continuar.
Pero de
nuevo, como sabes, me tuve que mudar a esta otra ciudad. Ensenada es la ciudad
del polvo. Aquí los cerros y los campos parecen estar hechos de talco. Un polvo
fino y claro que se cuela por las paredes, pues aunque todo esté cerrado, la
casa se llena de polvo.
Y es por eso, porque soy nueva aquí, que llevo ya dos meses
sin trabajar. Pero sobre todo, sin tener ese contacto con los niños que me hace
sentir tan de cerca mi infancia, que me trae al presente los momentos en los
que sentada en el comedor, con un lápiz y una hoja de cuaderno, me ponía a
copiar los dibujos que me gustaban de mis libros. Revivir las sensaciones de
sorpresa cuando mi abuelo doblaba una hoja de papel y de pronto se convertía en
una paloma. O los juegos en donde mi madre, doblando algún pedazo de periódico,
nos hacía carteras y billetes para jugar a la tiendita. Y las incontables
historias que imaginaba cuando veía caer la lluvia en los cristales, imaginando
a cada gota como si fuera un personaje...
Por eso necesito estar con los niños, porque estar con ellos es volver a
esa patria que tantas veces consideramos perdida sin saber que está siempre a
la vuelta de la esquina, aguardando a que removamos los recuerdos para entrar
de nuevo en ella.
Y si algo
lamento es no haber podido hacer esa carrera de maestra que me hubiera
permitido estar frente a cientos y cientos de niños escuchando sus risas y
preguntas. Para eso se necesitaban muchas cosas: no ser exageradamente pobre,
no tener un padre misógino, no tener que mantener a siete hermanos, no haberme
casado tan joven, no haberme quedado sola con dos hijos, no haber tenido que
trabajar desde niña, siempre y en donde fuera persiguiendo horas extras… en fin,
que a fin de cuentas, mi querido Sergio, me conformo con hacer bien lo que hago
ahora y disfrutarlo. Tengo ya muchas cartitas de los niños con los que he
trabajado, y son el alimento y la alegría que necesito para creer que, por
mucho tiempo más, podré seguir viviendo de la mano de los niños, y podré seguir
volando con sus alas a esa patria escondida que es mi infancia.
Te prometo no volver a tardar tanto en escribirte. Me
gustaría saber en dónde estás, si seguiste pintando –ya sabes que todos en el
studio del maestro Zapata reconocimos tu talent- y si ya no eres tan arisco con
la gente. Nunca te he dado las gracias por haberme aceptado como amiga para
estar cerca de ti cuando la rubeola que te atacó o cuando nos tomamos muchas
horas del día para salir a dibujara la calle, al café, el supermercado o los
parques. Siempre fuiste muy grata compañía. Más que hermano, pudieras ser mi
hijo pero está bien, que baste y sobre con ser amigos aunque ninguno sepa, en
este momento, en dónde estamos. Cuídate, hasta siempre.
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