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Querido Sergio

(No es necesario poner tus apellidos, si llegas a ver esto sabrás que es para ti).

Ahora mismo  comienzo el relato de una parte de mi historia que desconoces por tanta ausencia. Me da mucha pereza escribirlo porque ha pasado tanto tiempo que estoy en lo que podría decirse la medianía de mi vida. Por eso seguramente todos escriben sus diarios cuando tienen quince años y no están precisados a seleccionar lo que abordarán en su cuaderno.  Comienzo pues, sencillamente, tumbada en la cama y al pie de mi ventana. Es de tarde, como cuando pintábamos. El aire está muy fresco, el pájaro que siempre canta no vino hoy a su árbol y mis perros duermen echados a mis pies.

Hace dos meses que no he podido trabajar. De por sí mi labor es esporádica, siempre depende de que alguna instancia cultural o social requiera mis servicios y me solicite diseñar un taller ya sea de pintura o de literatura para niños. Los más comunes son los de desarrollo social, pues van a colonias marginadas y a municipios alejados. Pagan poco y es mucha la friega pero a mí no sólo me proporcionan algo de ayuda económica: sobre todo, me alimentan el espíritu.
            Nunca supe que quería enseñar. Sólo de niña sentaba a mis primos y hermanos que dejaban a mi cuidado para jugar a la escuelita. Inventaba cómo enseñarlos a que se cepillaran los dientes o cosas absurdas como esa. Claro que los niños siempre quieren pintar pero nosotros nunca tuvimos con qué, si a duras penas teníamos para cuadernos de la escuela. Recuerdo cómo se me gastaban las hojas de mi libreta por tener que borrarlas para volver a escribir en ellas. Aprendí a borrar muy limpiecito y con gran cuidado.
            Pero decía, no tuve tiempo de descubrir ninguna vocación cuando lo que tenía que hacer desde niña depués de la primaria era trabajar, alejada de la escuela y de lo que hubieran podido ser mis sueños o deseos. Lo que no dejé de hacer fue leer. Primero lo que me encontraba, y más tarde, cuando mi sueldo permitía que separara algunos pesos, lo que me compraba. Siempre quise aprender.
            Ya de adulta y con los hijos que mantuve, me dio por aprender pintura. No salí tan mala porque como te dije, me gusta aprender. Y un día me invitaron unos maestros rurales de Oaxaca a que diera talleres de pintura para niños. Me emocioné pero tuve mucho miedo. Enseñar cualquier cosa es mucha responsabilidad. Pero estaba comprometida porque en ese lugar había yo leído mis primeros poemas y me había sentido poeta por primera vez. Dar a cambio de eso un taller era más bien poca cosa y acepté.
            Me puse a leer libros y a buscar apuntes en donde aconsejaran didácticas a los maestros y mostraran ejercicios. Me puse a hacerlos para constatar el grado de dificultad y calcular los materiales. Y claro, le dije a todos mis amigos que me donaran cuanto tuvieran que sirviera para colorear: los lápices de colores que sus niños desechan cada año, pedacería de crayolas, hojas y cartulinas. El  caso es que tengo buenos amigos y pude llenar una maleta mediana con materiales que llamé mi maleta de mago.
            En Huajuapan de León mis amigos maestros pusieron a mi disposición el patio de un kinder y un colchón para que durmiera ahí durante el curso, y su viejísimo pero útil Vocho sin ventanas para adentrarnos en las escuelitas de la sierra en busca de niños a quienes dar talleres.
            Entonces conocí más a este país que tanto me enseñaron a querer. Y la pobreza, de la que siempre estuve cerca, me rodeó de nuevo.
            Aquellos talleres duraron apenas un fin de semana largo. Yo terminé contenta y cansada pero sobre todo adolorida. No se me apartaban de la cabeza todas aquellas cabecitas de cabello negro y tieso: los niños que yo calculaba de ocho años tenían once, y en aquella ocasión ningún niño conocía las crayolas. No hablaban español y desconozco la manera como sobreviven en un lugar caluroso y sin agua. Recuerdo bien la sed que me atormentó durante la primera sesión del taller, y que no había de dónde obtener agua. Y recuerdo preguntarme qué harían los niños para vivir así, porque yo en cuanto regresara a Huajuapan, me compraba una botella de agua y listo. Pero los niños no. Ni siquiera había tienditas en los lugares donde estaban.
            La experiencia me gustó muchísimo y seguí dando talleres. A veces en orfanatorios, a veces en escuelas de colonias alejadas, en el Estado de México, la sierra de Veracruz o en el DF.  Hasta para unos chicos de bachillerato en Costa Rica fui a dar talleres. Luego me  fui a vivir a Monterrey y ahí para mi fortuna, estaban comenzando un programa de Cultura Infantil con talleres para niños. Me ofrecí como voluntaria porque recién llegada a la ciudad y sin conocer a nadie, pensé que sería la mejor manera de integrarme a la comunidad. Así estuve por meses hasta que pregunté cómo le hacía para proponer un proyecto. Y comencé a trabajar en distintos proyectos, con la ventaja enorme de recibir mucha y buena capacitación.

            Participé en los talleres de verano asistiendo también a los municipios. Seguía yo con mi interés por conocer más el país. Nuevo León es un estado bien grande y de otro modo hubiera sido difícil llegar a los municipios que conocí. Para mí todo era completamente diferente. El norte es algo desconocido para quienes somos y vivimos en el centro. Es toda una experiencia vivir en la frontera, o al menos, tan cerca de la frontera. Con el tiempo me pidieron diseñar talleres de verano en literatura para el Estado, ligados con las actividades plásticas que otros maestros o yo misma diseñábamos.
            Tuve la dicha de participar en un programa que consistía en dar la clase de Artísticas en una escuela primara durante todo el ciclo escolar. Increíblemente, como soñé cuando era niña, estuve dando clases en una primaria sin haber cursado la Normal. Fue todo un reto diseñar talleres para cada grado de dificultad, y aquel fue un año muy trabajoso porque no sólo daba esas clases sino otras de pintura particulares de mañana y tarde y luego estuve en los cursos de verano donde me pasaba la semana en algún municipio, y tuve un taller en una feria del libro y en otra de Expo Ayuda y por si fuera poco, estaba tomando un diplomado a distancia sobre Cultura Infantil de la UAM Y CONACULTA.
            En una ocasión en que monté una exposición de trabajos de los niños en una Casa de la Cultura, un escritor de libros para niños de la localidad me dijo que nunca fuera yo a pensar que lo que hago no sirve de mucho. Dijo que él mismo había decidido hacer lo que hacía gracias a una maestra que le dio taller de lectura en el kiosko de un parque cuando niño. Entonces sentí que yo había tenido razón en el foro de discusión del diplomado al decir que prefiero sentir que pongo mi granito de arena a saber que no hago nada. La discusión era porque algunos compañeros pensaban que de todos modos no cambian las cosas, por mucho que uno se esfuerce, y que es tiempo perdido dedicar tanto esfuerzo a programas que nunca tienen continuidad, a conseguir recursos, a convencer a autoridades y demás. Sí, es difícil y si sólo se vive de eso, definitivamente se vive mal, al día como la mayoría de personas en este país. Pero cuando uno lo hace por convicción, cuando uno lo hace porque le renueva el espíritu en lugar de enmarañarlo, uno se traga su pastilla cotidiana de frustración y le pone buena cara a cada día para poner continuar.

            Pero de nuevo, como sabes, me tuve que mudar a esta otra ciudad. Ensenada es la ciudad del polvo. Aquí los cerros y los campos parecen estar hechos de talco. Un polvo fino y claro que se cuela por las paredes, pues aunque todo esté cerrado, la casa se llena de polvo.
Y es por eso, porque soy nueva aquí, que llevo ya dos meses sin trabajar. Pero sobre todo, sin tener ese contacto con los niños que me hace sentir tan de cerca mi infancia, que me trae al presente los momentos en los que sentada en el comedor, con un lápiz y una hoja de cuaderno, me ponía a copiar los dibujos que me gustaban de mis libros. Revivir las sensaciones de sorpresa cuando mi abuelo doblaba una hoja de papel y de pronto se convertía en una paloma. O los juegos en donde mi madre, doblando algún pedazo de periódico, nos hacía carteras y billetes para jugar a la tiendita. Y las incontables historias que imaginaba cuando veía caer la lluvia en los cristales, imaginando a cada gota como si fuera un personaje...  Por eso necesito estar con los niños, porque estar con ellos es volver a esa patria que tantas veces consideramos perdida sin saber que está siempre a la vuelta de la esquina, aguardando a que removamos los recuerdos para entrar de nuevo en ella.
            Y si algo lamento es no haber podido hacer esa carrera de maestra que me hubiera permitido estar frente a cientos y cientos de niños escuchando sus risas y preguntas. Para eso se necesitaban muchas cosas: no ser exageradamente pobre, no tener un padre misógino, no tener que mantener a siete hermanos, no haberme casado tan joven, no haberme quedado sola con dos hijos, no haber tenido que trabajar desde niña, siempre y en donde fuera persiguiendo horas extras… en fin, que a fin de cuentas, mi querido Sergio, me conformo con hacer bien lo que hago ahora y disfrutarlo. Tengo ya muchas cartitas de los niños con los que he trabajado, y son el alimento y la alegría que necesito para creer que, por mucho tiempo más, podré seguir viviendo de la mano de los niños, y podré seguir volando con sus alas a esa patria escondida que es mi infancia.

Te prometo no volver a tardar tanto en escribirte. Me gustaría saber en dónde estás, si seguiste pintando –ya sabes que todos en el studio del maestro Zapata reconocimos tu talent- y si ya no eres tan arisco con la gente. Nunca te he dado las gracias por haberme aceptado como amiga para estar cerca de ti cuando la rubeola que te atacó o cuando nos tomamos muchas horas del día para salir a dibujara la calle, al café, el supermercado o los parques. Siempre fuiste muy grata compañía. Más que hermano, pudieras ser mi hijo pero está bien, que baste y sobre con ser amigos aunque ninguno sepa, en este momento, en dónde estamos. Cuídate, hasta siempre.



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