La primera vez que estuve en contacto con ellos fue en
los noventa, durante el Encuentro Internacional de Mujeres Poetas en el País de
las Nubes, es decir, en la región mixteca, la sede fue por mucho tiempo en
Huajuapan de León. Se me acercó una pareja mientras almorzaba yo, preguntando
si me podían hacer una entrevista. Nunca antes me habían hecho semejante
petición, y me sentí tan importante -fue común en esos días allá- que accedí de
inmediato, así que terminé mi pozole y nos fuimos a sentar a un rincón.
Entonces supe que ellos eran profesores y su interés era
saber qué podía yo, además de dejar mis poemas en sus plazas y escuelas, hacer
por su comunidad. Menudo compromiso, pensé: no tengo recursos económicos, no sé cómo ayudar. Se los dije honestamente y me sugirieron
que los apoyara con talleres para niños. Sin pensarlo dije que sí, a pesar de
que jamás lo había hecho, y desde entonces nos programamos para que yo fuera a
darlos en distintas comunidades, escuelas, mercados, orfanatos etc.unas dos veces por año, cosa que terminó siendo sólo anual porque yo no podría viajar más seguido. Duraban una semana mis estancias.
En uno de esos viajes me tocó ir a una comunidad de la
que no recuerdo el nombre, pero la mayoría de los niños hablaban mixteco, igual
que su profesor. Luego del taller me pidieron leer poesía y al final, cuando
daban su agradecimiento, me dieron la sorpresa de que los niños declamaran
poemas en mixteco.
Más adelante, en otro de esos viajes me tocó que me
dejaran en casa de una maestra para que ella al día siguiente me llevara a su
escuela. Temprano me dieron de desayunar café y un huevo estrellado, y salimos
en una destartalada camioneta de redilas de la profesora. A lo largo del camino
bordeado de árboles, en ciertos tramos tocaba el claxon y salían pequeños
manojos de niños a treparse y así hasta que llegamos. Un terreno polvoriento con
un cuarto levantado con tablas y techo de láminas era la escuela, cercada con
alambre de púas. No había sillas ni mesas, nos sentamos en el piso rodeadas por
los niños. La profesora repartió hojas engrapadas a modo de cuadernos y para
escribir, los niños se turnaban el único lápiz que había. Me indicó que el
grupo era multigrado y bilingüe, aunque en realidad los niños no hablaban mucho
español. Aquel primer taller que di en esas condiciones me dejó roto el corazón
por buen rato: los niños nunca habían visto una crayola, por ejemplo.
Cuando platiqué con la profesora sobre esas condiciones,
me dijo que en realidad los padres de familia eran tan pobres que preferían
poner a trabajar a sus hijos ya que la escuela implicaba gastos, así que ella
les daba los "cuadernos" y los trasladaba, para que no gastaran y pudieran
ir a clases, todo de su propio y escaso peculio porque la SEP, -no recuerdo qué explicación dio al respecto la maestra- bien gracias.
Otra más de mis visitas en
Huajuapan me hospedó una maestra que vivía sola con sus tres hijos, uno de
ellos como de cinco años. Una de sus hijas se levantaba de madrugada para ir a
la secundaria, y el menor de los niños daba brincos mientras lo bañaban con el
agua helada. Supe después que no tenían dinero para comprar gas, pero a mí me
calentaban el agua para que me bañara. Una de las tardes en que regresé a la
casa luego de otras actividades, los encontré en su cocina y noté que tenían
una sola tortilla y que comían lo que había quedado del día
anterior, pero me invitaron a que con ellos "limpiara la cazuela" -literalmente-.
Creo que el dinero que tenían se gastaba en los pasajes de todos para ir a sus escuelas.
No se trata de escribir todas las memorias que conservo
de mis encuentros con los profesores en esa zona mixteca, sino de dar una idea
de cómo son las profesoras y profesores, y cuánto me enseñaron también. La
solidaridad y la cohesión social fue lo que más me llamó la atención en todas las
comunidades en donde estuve: ningún problema se considera ajeno, en cuanto
algo sucede todo mudo hace su tarea sin averiguaciones, y proporciona su ayuda.
Otra de las enseñanzas es su enorme modestia: son
humildes, no se vanaglorian de lo que tengan o sepan, no son estridentes al
conversar, no son bruscos para decir las cosas, y si los mexicanos tenemos fama
por nuestra proverbial hospitalidad, en eso los oaxaqueños se cuecen aparte.
Entre otras de las cosas que aprendí, fue su interés por
devolver a su comunidad lo que hubieren aprendido fuera de ella. Es decir, en
muchos lugares no hay escuelas a partir de la secundaria y se tienen que ir a
las ciudades a estudiar la preparatoria y hacer la carrera, pero regresan a sus
pueblos y trabajan para sus comunidades. No estoy diciendo que absolutamente
cada oaxaqueño sea así, sólo hablo de los que me ha tocado conocer a lo largo
de veinte años.
Por eso en estos días en que ha ocurrido la tragedia de
Nochixtlán, me causa particular rabia y amargura saber a qué clase de personas
el gobierno ha maltratado, violentado, asesinado. En esa comunidad, como en
tantas otras en las que he estado, fui recibida en el seno de una familia, que
por pobre que fuera jamás fue incorrecta y me brindó además de su techo su comida,
su amistad y la cosecha de sus manos, como puedo demostrar con el albino rebozo
hilado que me dio la señora de la casa, así sin conocerme y luego de haberme
puesto a dormir en una cama modesta pero con sábanas y fundas bordadas con
flores.
Ahora nos toca retribuirle a Oaxaca todo eso que siempre
están haciendo por nosotros, que es alzar su voz y más aún, poner su pecho
enfrente en espera de diálogo y entendimiento como ellos están acostumbrados,
para recibir la abominable afronta de ser masacrados en la más inconcebible
falta de respeto a la vida y a sus semejantes.
Nos toca decir ya basta, nos toca hermanarnos y ser uno
con ellos, con nuestros maestros que van delante de nosotros enseñándonos el
camino del pundonor, y con quienes tenemos una enorme deuda desde las aulas de
nuestra infancia y las de nuestros hijos y nietos, y en honor a lo que tengamos de conciencia.
Comentarios