
Por la mañana ya era el 19 de septiembre, le cantamos mañanitas y dimos abrazos y regalos a la niña, desayunamos de prisa y nos dispusimos a salir a la escuela y el trabajo cuando nuestra a perrita le dio por arañar desesperada la pared y unos momentos después comenzó a temblar.
Vivíamos en el quinto piso, y en la Ciudad de México tiembla con cierta frecuencia, pero al ver que algunas cosas se movían de lugar, mi hija corrió a asegurar sus regalos para que no se cayeran. Su hermano mayor permanecía en silencio, alarmado pero sereno.
En mi mente, justo en el momento antes de abrir la puerta para bajar las escaleras, vi claramente un edificio alto partirse en dos. NO lo imaginé, lo ví.
Abajo los postes del cableado eléctrico seguían moviéndose. Al encender el radio escuchábamos voces alarmadas de locutores hablando de cosas que no entendíamos, de edificios en llamas o destruidos.
Cambiamos el plan de llevar a los niños a la escuela para ir a casa de mi abuelita, en la Col. Roma. Pensé que con seguridad el edificio estaría dañado porque era viejísimo, pero para nuestro alivio y sorpresa no había ocurrido nada. Toda la familia se fue congregando ahí. Dejé a mis hijos y fui con mi marido a revisar el edificio del despacho que acabábamos de inaugurar.
Fatal: el edificio parecía haber sufrido un golpe descomunal por la parte de en medio del techo, partiéndolo en dos. Escurría agua, llorando. Era porque en el piso superior había un dentista. Me quedé muda mientras mi esposo averiguaba qué había pasado con el velador y su familia que vivían ahí, y por dicha habían salido a dejar niños a la escuela y estaban a salvo.
Regresé a casa de mi abuelita. Una hermana de mi madre era la única que no había llegado y nadie sabía dónde estaba, porque a la hora del temblor seguro estaba en el metro rumbo a su trabajo.
A las doce del día tocaron a la puerta y fui a abrir. Mi tía, con sus enormes ojos negros decía todo lo que había visto en el camino: el azoro, el dolor, la incredulidad, la tristeza y el miedo de sus grandes ojos nos decía todo mientras la abrazábamos.
Ella y mi otra tía trabajaban en edificios que se derrumbaron. Yo estaba trabajando en Palacio Nacional y recibí aviso de no presentarme a laborar. En las noticias de la TV me enteré de que el deportivo de la secretaría donde trabajaba se había instalado un albergue, y vi a uno de los directores pidiendo voluntarios.
De inmediato dejé encargados a mis hijos y con una escoba en mano, como instruyó mi compañero de trabajo, me dirigí al deportivo en un taxi. Comentamos la tragedia y cuando vio que yo iba para ayudar me dijo que no cobraría el viaje para ayudar a su modo. Tengo corazón de pollo, señorita, aunque sea con esto ayudo... me dejó hasta donde podía pasar y comencé a caminar entre las ruinas de edificios caídos.
Siempre se me dijo, desde niña, que soy una persona fuerte. En esos momentos lo quería creer con todas mis ganas. Me daba miedo lo que vería, lo que sucedería en ese albergue. Me aterraba que hubiera heridos, me angustiaba pensar en que quizá vería sangre. Me golpeaba el pecho el corazón asustado y cuando me di cuenta ya estaba en el deportivo. Había mucha gente llegando, una gran confusión. Busqué a mi compañero para recibir instrucciones. Había que barrer constantemente porque la llegada incesante de personas al albergue hacía que no se mantuviera limpio por mucho tiempo, prevalecían la confusión y el desorden.
Estaban llegando personas del multifamiliar Juárez que se había derrumbado. Cerca de una ventana estaba un hombre con su esposa y su pequeña hija agarrándose la cabeza entre las manos y mirando si cesar hacia donde había estado el multifamiliar. En ese momento no tenía absolutamente nada.
Yo distribuía lo que me pidieran que repartiera, daba instrucciones para mantener la higiene en los sanitarios, intenté ayudar en la cocina lavando trastes pero me batearon por lenta, y comencé de nuevo a designar lugares a quienes iban llegando.
En algún momento vi pasar una camilla con una persona que al parecer estaba sufriendo un infarto. Gritos de familiares, gritos de paramédicos, gritos en mi cabeza, miedo, miedo. Mis oídos comenzaron a zumbar y como pude me alejé para evitar lo que seguía, que era el desmayo.
Así hasta la noche, que había que repartir cobijas. La noche que a todos nos daba miedo, la gente no quería estar en sus casas, durmieron en los estacionamientos...
Pasaron días, yo no podía hablar, y no entendía por qué estaba viva con tanta muerte alrededor, tanta tragedia y en mi casa nada, me hacía sentir culpable tener a mis hijos y a mi familia cuando por todos lados había enlutados, desesperados, mutilados, desposeídos.
Pasaba el tiempo con los ojos asombrados y la garganta hecha nudo. Cuando al fin pude llorar fue cuando al llegar del albergue a casa, estaban transmitiendo por la tele el rescate de los recién nacidos. Ver cómo los retiraban de los escombros y los llevaban a la ambulancia en medio de aplausos y lágrimas me otorgó el derecho al llanto, la esperanza y el consuelo.
Aquel terremoto sacaría a la luz muchas cosas: la corrupción de autoridades y gobierno, la rapiña del ejército y algunos ciudadanos. Pero la solidaridad de nuestro pueblo resultó victoriosa y ejemplar. La realidad es que muchísima gente, jóvenes, pobres o ricos asistieron en lo que pudieron en esos momentos en los que el dolor y la angustia de la pérdida nos unía como habitantes de nuestra capital hermanándonos como una gran familia.
Para todos esa página de nuestra historia es dolorosa e inolvidable. Y para nosotros es, al mismo tiempo, motivo de celebración por el cumpleaños de mi hija. Celebramos la vida.
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