Carta que llegó a destiempo.
Me dueles. Me duelo. Me avergüenzo de ver tus manos yertas, tu mirada ciega en un horizonte que quizás desde siempre no fue tuyo. Me dueles porque la vida no te dio ni una respuesta y porque a tus preguntas contestó el silencio de la muerte.
Me duele tu sangre regándonos la tierra, tu cuerpo ancestral herido, abierto como un cristo que no puede redimirnos. Me duele que tu voz no se escuchara cuando eras dueño de tu tiempo y tu semilla, cuando cantabas en una dulce lengua y respirabas olores de hierba y leña.
Me duelo porque tengo atorado en la garganta un nudo ciego que la vergüenza no me deja desatar.
Me duelo y sin embargo ¿qué derecho he ganado para dolerme de tí porque te han asesinado? Inútiles resultan indignación o pena cuando tu luz ha sido cercenada sin que pudiera verla porque nunca estuve, ni te hablé, ni te toqué los callos de las manos...
Me duele no haber sido simple o fuerte o sabia o inocente como tú. Me duele ver que estoy tan lejos, que la causa que impone esa distancia finalmente se llama “diferencia” porque a quién quiero engañar: tú y yo somos distintos.
Me dueles porque aún en tu muerte sigues siendo cifra. ¿Quién supo de tu alma, de tus ganas, de tu vida? ¿Quién supo de ti, lo que te hacía llorar, lo que te daba miedo?
Me dueles. Me duelo. Porque pisando el mismo suelo nunca tuvimos una única bandera. Porque mis penas eran otras y a mí no me escupieron balas en un templo porque no siempre rezo; porque no sé sino hablar el castellano que no entiendes, porque quizá la tierra no reconozca el sabor de mi sangre, porque ignoro tu nombre y porque no me escuchar: porque al igual que todo lo demás, te llego tarde.
Sé que me dueles porque el trago amargo en mi garganta no se quita. Es un crespón que llevarán mi vida y mi vergüenza mientras viva.
Me dueles. Me duelo. Me avergüenzo de ver tus manos yertas, tu mirada ciega en un horizonte que quizás desde siempre no fue tuyo. Me dueles porque la vida no te dio ni una respuesta y porque a tus preguntas contestó el silencio de la muerte.
Me duele tu sangre regándonos la tierra, tu cuerpo ancestral herido, abierto como un cristo que no puede redimirnos. Me duele que tu voz no se escuchara cuando eras dueño de tu tiempo y tu semilla, cuando cantabas en una dulce lengua y respirabas olores de hierba y leña.
Me duelo porque tengo atorado en la garganta un nudo ciego que la vergüenza no me deja desatar.
Me duelo y sin embargo ¿qué derecho he ganado para dolerme de tí porque te han asesinado? Inútiles resultan indignación o pena cuando tu luz ha sido cercenada sin que pudiera verla porque nunca estuve, ni te hablé, ni te toqué los callos de las manos...
Me duele no haber sido simple o fuerte o sabia o inocente como tú. Me duele ver que estoy tan lejos, que la causa que impone esa distancia finalmente se llama “diferencia” porque a quién quiero engañar: tú y yo somos distintos.
Me dueles porque aún en tu muerte sigues siendo cifra. ¿Quién supo de tu alma, de tus ganas, de tu vida? ¿Quién supo de ti, lo que te hacía llorar, lo que te daba miedo?
Me dueles. Me duelo. Porque pisando el mismo suelo nunca tuvimos una única bandera. Porque mis penas eran otras y a mí no me escupieron balas en un templo porque no siempre rezo; porque no sé sino hablar el castellano que no entiendes, porque quizá la tierra no reconozca el sabor de mi sangre, porque ignoro tu nombre y porque no me escuchar: porque al igual que todo lo demás, te llego tarde.
Sé que me dueles porque el trago amargo en mi garganta no se quita. Es un crespón que llevarán mi vida y mi vergüenza mientras viva.
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