Días y semanas pesados desde la trágica coincidencia del 19 de septiembre en la Ciudad de México. Ahora, a tres mil quinientos kilómetros de distancia, me sacudo con el terremoto. Derrumbes de edificios, de casas, de vidas. Vienen las memorias del 85, aquel silencio denso en Catedral y en el Zócalo por días enteros, la plancha llena de casas de campaña para alojar los cuerpos rescatados, el acceso únicamente con un pase del ejército, las paredes de mi oficina apuntaladas, nada de electricidad, todos con cubrebocas como si protegieran del olor de la muerte de los alrededores.
El albergue se más llenaba más de miedo por las noches, las familias dormían hechas nudo y tomadas de la mano. Ahí el silencio me vistió por muchos días, mi garganta recuperó su función en el momento en que fueron rescatados los recién nacidos que provocaron el llanto que lavó las costras de mi voz.
Ahora supimos más pronto de lo que acontecía, no hubo tantas víctimas como en 85 pero lo que se replicó fue el gesto, la generosidad de ver por los demás, de acudir sin cuestionar a dar ayuda, a llevar lo necesario: abrazos, despensas, manos, medicamentos, ropa. Pero sobre todo mucho corazón. Se movió piedra por piedra para rescatar gentes o cuerpos, se saturaron de apoyos los albergues. Y lo que siempre supe y anduve predicando cobró vida: los mexicanos somos un pueblo grande. Ahora todos nos vieron, no es mi chabacanería mexicanista que algunos señalaban. Siempre supe y constaté que así somos, que nuestra generosidad no tiene límites.
Qué reconfortante verme en todos esos rostros con nuestras manos juntas, desde todos los puntos extendiendo abrazos. Me nutro con las emociones encontradas para seguir cuidando semillas de esperanza, veo que germinan y dan fruto en su momento.
Difíciles y largos días que aún no terminan.
Una vez más seguimos aquí de pie, cielito lindo en el corazón.
El albergue se más llenaba más de miedo por las noches, las familias dormían hechas nudo y tomadas de la mano. Ahí el silencio me vistió por muchos días, mi garganta recuperó su función en el momento en que fueron rescatados los recién nacidos que provocaron el llanto que lavó las costras de mi voz.
Ahora supimos más pronto de lo que acontecía, no hubo tantas víctimas como en 85 pero lo que se replicó fue el gesto, la generosidad de ver por los demás, de acudir sin cuestionar a dar ayuda, a llevar lo necesario: abrazos, despensas, manos, medicamentos, ropa. Pero sobre todo mucho corazón. Se movió piedra por piedra para rescatar gentes o cuerpos, se saturaron de apoyos los albergues. Y lo que siempre supe y anduve predicando cobró vida: los mexicanos somos un pueblo grande. Ahora todos nos vieron, no es mi chabacanería mexicanista que algunos señalaban. Siempre supe y constaté que así somos, que nuestra generosidad no tiene límites.
Qué reconfortante verme en todos esos rostros con nuestras manos juntas, desde todos los puntos extendiendo abrazos. Me nutro con las emociones encontradas para seguir cuidando semillas de esperanza, veo que germinan y dan fruto en su momento.
Difíciles y largos días que aún no terminan.
Una vez más seguimos aquí de pie, cielito lindo en el corazón.
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