La vida es una sucesión interminable de cosas, personas, imágenes, ruidos, tragedias, maravillas, hallazgos y así sin parar. Siempre lo ha sido, pero en la actualidad es la velocidad a la que ocurre todo lo que a veces me rebasa. La vorágine de actividades en las que una se pone a dar de vueltas es tan densa que apenas podemos alcanzar a darnos cuenta de que en algún momento podemos tomar la decisión de parar, pensar, reflexionar, descansar.
Apenas abro el ojo y me levanto para alcanzar mi computadora, textos y cuadernos para comenzar a estudiar. Si me decido, echo un ojo a las noticias, cosa de la que casi siempre me arrepiento porque son muestra precisamente de este caos en que vivimos, con una violencia que nunca antes había yo percibido en la vida. Me pregunto si será que ahí estaba pero no teníamos los medios para verla o simplemente somos más violentos, con una capacidad escalofriante para la crueldad.
Cuesta trabajo salir de es flujo, no es fácil nadar a contracorriente o permanecer al margen: todos queremos opinar, aconsejar, criticar.
Creo que a todos nos hace falta jugar, convivir con esas chispas de risa por las ocurrencias, caminar por los bosques o la arena o sencillamente por la calle para encontrar ese espacio donde estamos con nosotros. No sé de dónde salió la idea de que el juego se queda atrás, con la infancia. La risa y el juego nos son indispensables, la prueba es que cuando lo hacemos revivimos a esa criatura feliz que dejamos olvidada en nuestra infancia. Eso me hace recordar los días en los que mis tíos iban a visitarnos en vacaciones y todos jugábamos cada día distintas cosas. No teníamos radio ni TV y por tanto mi abuelo inventó un juego de mesa que llamó Trineo y con él pasábamos horas divertidas. También podíamos salir al patio, mis tías se ponían con nosotros a usar las corcholatas que recogíamos de las tiendas para usarlas de molde y hacer gelatinas o dulces de lodo para poner nuestra tiendita, donde yo pesaba lo que vendía en una báscula que armaba con una caja de zapatos. Imaginábamos, corríamos, reíamos y todo el mundo era sólo eso, lo más cercano, seguro, cálido: la casa de mis abuelos.
Ahora, yo me refugio en los textos todo lo que puedo. Por ahora el tiempo no me da para leer lo que me antojo sino lo que debo estudiar pero lo disfruto y aprendo, y si el ánimo y la energía dan para algo más, leo un poema o al menos algún verso que me traslade a otro espacio. Pero sé que me falta eso, el juego, el espacio donde todos somos felices, aún los que pierden.
Apenas abro el ojo y me levanto para alcanzar mi computadora, textos y cuadernos para comenzar a estudiar. Si me decido, echo un ojo a las noticias, cosa de la que casi siempre me arrepiento porque son muestra precisamente de este caos en que vivimos, con una violencia que nunca antes había yo percibido en la vida. Me pregunto si será que ahí estaba pero no teníamos los medios para verla o simplemente somos más violentos, con una capacidad escalofriante para la crueldad.
Cuesta trabajo salir de es flujo, no es fácil nadar a contracorriente o permanecer al margen: todos queremos opinar, aconsejar, criticar.
Creo que a todos nos hace falta jugar, convivir con esas chispas de risa por las ocurrencias, caminar por los bosques o la arena o sencillamente por la calle para encontrar ese espacio donde estamos con nosotros. No sé de dónde salió la idea de que el juego se queda atrás, con la infancia. La risa y el juego nos son indispensables, la prueba es que cuando lo hacemos revivimos a esa criatura feliz que dejamos olvidada en nuestra infancia. Eso me hace recordar los días en los que mis tíos iban a visitarnos en vacaciones y todos jugábamos cada día distintas cosas. No teníamos radio ni TV y por tanto mi abuelo inventó un juego de mesa que llamó Trineo y con él pasábamos horas divertidas. También podíamos salir al patio, mis tías se ponían con nosotros a usar las corcholatas que recogíamos de las tiendas para usarlas de molde y hacer gelatinas o dulces de lodo para poner nuestra tiendita, donde yo pesaba lo que vendía en una báscula que armaba con una caja de zapatos. Imaginábamos, corríamos, reíamos y todo el mundo era sólo eso, lo más cercano, seguro, cálido: la casa de mis abuelos.
Ahora, yo me refugio en los textos todo lo que puedo. Por ahora el tiempo no me da para leer lo que me antojo sino lo que debo estudiar pero lo disfruto y aprendo, y si el ánimo y la energía dan para algo más, leo un poema o al menos algún verso que me traslade a otro espacio. Pero sé que me falta eso, el juego, el espacio donde todos somos felices, aún los que pierden.
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