Aquella madrugada me asustó el cólico con que me desperté pero esperé a que amaneciera para decirle a mi esposo. Decidimos llamar a mi madre, que me dijo que no era cólico y que me tenía que trasladar al hospital...
Así comenzó el camino que me llevaría a tener en mis brazos a mi primogénito. Era un viaje hacia lo desconocido, lo que me daba temor y me ponía intensas ganas de que todo terminara pronto: las horas en la sala de labor, los regaños de las enfermeras, las súplicas del médico para que me relajara... y en algún momento, me dijeron "aquí está su niño, y está bien".
Sorprendida, pregunté por qué no lloraba, en todas las películas había visto que al nacer, los bebés lloran, de modo natural o porque les dieran una palmada en el diminuto trasero para provocar el llanto, pero mi hijo tenía el cuerpo plácidamente envuelto en una sábana y no hacía ruido. Estaba asustada. "Porque es más valiente que usted", dijo el doctor, hastiado de mis lágrimas de miedo. ¡Qué alivio! ahí estaba el cuerpo pequeñito que contenía toda la vida que vendría, de ahí en más no iría sola por el mundo y aprenderíamos juntos sobre los recovecos que se recorren por el mundo.
Ahí estaba ya, después de las pesadillas en donde algo salía mal, después de las noches sin poder acomodar el cuerpo para poder dormir un poco, de la extraña sensación de no poder mirar mis pies, de aquella compulsión por comer mangos a toda hora y de las horripilantes agruras.
Mis dedos tocaron otra sorpresa: antes del embarazo mi estómago era hundido y ahora estaba plano, luego de haber sido un nido cálido y redondo para mi hijo.
Entonces, así era ser madre: un dolor que crecía junto al miedo, y en el punto álgido, una alegría que desbordaba todas las orillas, que desaparecía el terror, que ensanchaba al corazón hacia el infinito y lo eterno, que ponía dulces manantiales en los ojos y hacía temblar el cuerpo de ternura.
Cuando dejamos el hospital, cuando una enfermera ceremoniosamente puso en mis brazos a mi criatura y me dijo a qué hora coma, a qué hora duerma y cómo se bañe, sentí que era responsable de absolutamente todo lo que pudiera sucederle en adelante. Su vida sería lo que yo sembrara en ella. Fuerte, impresionante, pero inexplicablemente, ahora tenía la fuerza, ahora tenía una razón que explicara mi presencia en el mundo. Ahora era alguien, era madre.
Hace cuarenta y un años que me acompaña esa felicidad, y seguimos aprendiendo. Pero lo que hemos sabido siempre, desde aquel inicio, es que somos indisolubles, que somos parte de lo que siempre es, de lo que siempre vale.
Doy gracias a la vida por darme la oportunidad de aprender de esta manera.
Así comenzó el camino que me llevaría a tener en mis brazos a mi primogénito. Era un viaje hacia lo desconocido, lo que me daba temor y me ponía intensas ganas de que todo terminara pronto: las horas en la sala de labor, los regaños de las enfermeras, las súplicas del médico para que me relajara... y en algún momento, me dijeron "aquí está su niño, y está bien".
Sorprendida, pregunté por qué no lloraba, en todas las películas había visto que al nacer, los bebés lloran, de modo natural o porque les dieran una palmada en el diminuto trasero para provocar el llanto, pero mi hijo tenía el cuerpo plácidamente envuelto en una sábana y no hacía ruido. Estaba asustada. "Porque es más valiente que usted", dijo el doctor, hastiado de mis lágrimas de miedo. ¡Qué alivio! ahí estaba el cuerpo pequeñito que contenía toda la vida que vendría, de ahí en más no iría sola por el mundo y aprenderíamos juntos sobre los recovecos que se recorren por el mundo.
Ahí estaba ya, después de las pesadillas en donde algo salía mal, después de las noches sin poder acomodar el cuerpo para poder dormir un poco, de la extraña sensación de no poder mirar mis pies, de aquella compulsión por comer mangos a toda hora y de las horripilantes agruras.
Mis dedos tocaron otra sorpresa: antes del embarazo mi estómago era hundido y ahora estaba plano, luego de haber sido un nido cálido y redondo para mi hijo.
Entonces, así era ser madre: un dolor que crecía junto al miedo, y en el punto álgido, una alegría que desbordaba todas las orillas, que desaparecía el terror, que ensanchaba al corazón hacia el infinito y lo eterno, que ponía dulces manantiales en los ojos y hacía temblar el cuerpo de ternura.
Cuando dejamos el hospital, cuando una enfermera ceremoniosamente puso en mis brazos a mi criatura y me dijo a qué hora coma, a qué hora duerma y cómo se bañe, sentí que era responsable de absolutamente todo lo que pudiera sucederle en adelante. Su vida sería lo que yo sembrara en ella. Fuerte, impresionante, pero inexplicablemente, ahora tenía la fuerza, ahora tenía una razón que explicara mi presencia en el mundo. Ahora era alguien, era madre.
Hace cuarenta y un años que me acompaña esa felicidad, y seguimos aprendiendo. Pero lo que hemos sabido siempre, desde aquel inicio, es que somos indisolubles, que somos parte de lo que siempre es, de lo que siempre vale.
Doy gracias a la vida por darme la oportunidad de aprender de esta manera.
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