Estoy de visita en la casa de una señora muy mayor. Hay muchas habitaciones bastante abigarradas tanto en la arquitectura como en el contenido: parece museo porque los muebles son bastante antiguos aunque bien cuidados.
Una de las empleadas de la casa me pide que la ayude a revisar el drenaje de las cafeteras. Disimulo cuanto puedo mi cara de “¿what?” y la acompaño a un antecomedor que tiene vitrinas llenas de objetos de plata oxidada. Entre ellos, las cafeteras.
Al revisar una por una veo que en la parte del fondo o base tienen un compartimento como el que conocemos para poner pilas en algún aparato, y procedo a retirar los diminutos tornillos para ver si ahí se esconde el drenaje dichoso.
¡Sorpresa! lo que contiene ese espacio son una especie de libritos de acordeón hechos con tela. Como son tan antiguos no sé si fue con el propósito de que perduraran más que el papel o en esos tiempos no había tanta disponibilidad del mismo. Tienen bordadas letras que calculo son oraciones que servían para acompañar a los niños pobres que atendían en el lugar de procedencia de las cafeteras.
Otra de las jarras tenía lo que dijeron es un rosario, pero mentira porque no tiene cuentas, es sólo una cadena dorada -seguramente de oro- con alguna que otra cuenta y una piedra de jade tallada con la forma de un niño dormido y cubierto con una cobijita. Es precioso el trabajo.
Otras personas que están haciendo el recorrido de visita por la casa se entusiasman y quieren comprar alguna de las piezas, pero la empleada consulta con la dueña y ésta decide que va a vender un lote por doscientos mil pesos. Los visitantes hacen cálculos y resulta que les falta una cuarta parte para completar.
Me dirijo a una sala grande donde está la sobrina de la dueña, una mujer joven muy guapa y distinguida que al parecer está recogiendo sus cosas porque van a dejar la casa. Hay un mueble muy ornamentado de madera con cajones y me dice que ahí puedo guardar mientras mis cosas. Son muy pocas, prácticamente sólo mi bolsa, que deposito en el cajón.
No se me quita de la cabeza la cadena con el pendiente de jade y voy por ella a hurtadillas. Está en una cajita de cartón blanco y una vez que la tengo, debo ocultarla. En mi bolso. Pero no está en el cajón, únicamente encuentro ropa de la sobrina y un collar de perlas que no me interesa, nunca me gustaron las perlas y está demasiado grande.
Deambulo por la casa buscando un escondrijo y en una habitación que parece despacho decido que me servirá un pequeño sillón primorosamente tapizado en color rosa con cojines muy monos. Pongo la cajita debajo de un cojín y lo acomodo para que no se vea nada.
Súbitamente atrae mi atención una voz de mujer a un lado. Es una secretaria sentada al escritorio que me cuenta que cuando no tiene nada que hacer -o sea con frecuencia- le gusta sacar todos sus lápices labiales para hacer combinaciones de colores. Dice que ella siempre está pendiente de tener actividades, por eso.
Definitivamente no creo poder escuchar todo lo que tiene por decirme. Prefiero despertar.
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