Mi madre, que según me entero vive ahora en el otro lado, llegó de visita inesperadamente. Todavía tenía algunas de sus cosas en mi casa, que junté para dárselas con otras que yo había guardado para obsequiarle.
No sé de dónde fue a sacar a Lucero, la perra negra recogida que quiso tanto. Yo no sabía que todavía la tenía porque no la había vuelto a ver. Sin ningún reparo comenzó a llenarla con las cosas que le cabían. Nunca supe que la hubiera hecho disecar, y me impresionó verla como si cobrara vida conforme mi madre la engordaba metiéndole ropas y cosas como si fuera su maleta. Lo más feo eran los ojos, fijos y sin vida.
Como los de mi padre, sentado en una silla de ruedas. Sabíamos que no estaba vivo, tenerlo así era otro de los caprichos de mi madre. Pero hubo un instante en el que él volvió su mirada hacia mí. Sí, su mirada, no los ojos fijos y apagados. Yo sentí un vuelco tremendo. Alguien que estaba detrás de mí, por fortuna vio lo mismo que yo, pero nadie nos quiso creer cuando dijimos.
Para quitarme la horrible sensación en el estómago, cambié de lado en la cama para soñar con otra cosa.
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