Ahora que está de moda encargar a los profesionales el diseño de una boda, nos contrataron para el matrimonio de la Señorita X y Fulano de Tal. La chica es insoportable: una de esas niñas consentidas que cual hijas de político van por el mundo creyendo que son lo más exquisito de la creación y jamás prestan atención a los otros.
No se molestó en disimular su disgusto por nuestra participación, que consideraba una intromisión en su preciosa vida, pero no pudo objetar nada a la madre, que es quien paga. No puedo entender cómo una persona tan menuda, tan insignificante, puede generar tanta antipatía en quienes la rodean, porque a leguas se ve que no soy caso único y nadie puede verla.
Berrinche tras berrinche, no acepta las sugerencias, cuestiona todo haciendo mohínes y dando pataditas, y para colmo, acabamos de enterarnos de que su boda está amenazada. Sí, el terrorismo abarca los ámbitos domésticos en este país como en tantos otros.
No importa: ella se niega a seguir nuestras reglas, que velan por su seguridad. Félix y yo mantenemos contacto permanente por los comunicadores, y en la medida de lo posible, también visual.
Pero estoy a cargo de las flores y tengo que salir a revisar lo que encargué. En el camino paso por la pastelería y compro un pastel enorme y delicioso que pienso cargar a la cuenta de la tía Berrinches. Es de chocolate y mazapán, una joya para degustar con el café y en medio de todo el caos previo a la boda. La madre me recibe agradecida por el detalle y empezamos a repartirlo mientras la chica es vestida. Con furia me grita que no le gusta el pastel mientras mamita trata de disimular su grosería. Socarronamente tomo un pedazo de pastel entre mis dedos, me acerco a la fierecilla y se lo unto por las mangas del vestido con suavidad, sin que lo note.
De pronto percibo algo extraño: los guardias apostados en las ventanas de la habitación se ven raros. Por un momento parecen caer uno a uno, pero es como si solamente se agacharan, y luego continuaran su vigilancia. Algo no entiendo y busco a Félix, que parece estar notando lo mismo. Observamos detenidamente y vemos que en la pared se clavan, casi en silencio, unas pequeñas ruedas parecidas a municiones, pintadas de blanco, negro y rojo. Me doy cuenta de que son varias y parecen tiros errados porque se encajan cercanos al lugar donde estaban de pie los guardias.
Félix intenta localizar con la mirada la dirección de donde provienen y en ese momento un zumbido de oídos y la vista nublada me desconciertan. Me dio en la cabeza, es como una picadura que no duele.
Alguien pretende llegar hasta la habitación donde la novia sigue quejándose, ahora de los zapatos. La madre salió a otro cuarto a cambiarse y Félix sigue preocupado. Yo sudo la gota lenta del miedo: no sé qué más voy a sentir, si perderé la conciencia, si voy a respirar con dificultad, si quedaré paralizada. Vaya organización de la fiesta.
Me muevo, aunque mi sensación del movimiento es en cámara lenta. Desencajo las pequeñas municiones de la pared porque escucho voces en el corredor. Deberemos aparentar que no ha pasado nada, en el más puro estilo de los gobiernos. Abro un cajón del tocador, poniendo hasta el fondo la cajita donde deposito todas las rueditas que recogí.
Llegó un tipo, el mismo que vi donde las flores. Dice que es del equipo que lanzó las municiones, que son para soportar otras ocho horas de trabajo alertas y que no hay que preocuparse, pero por alguna razón yo desconfío.
Félix da claras señales de querer hablar sin conseguirlo. Levanta su mano señalando a los guardias: todos han quedado en el piso. Nuevamente un zumbido, me mareo y veo caer a Félix.
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