Me quiero referir a las palabras. A su forma, su sonido, su cuerpo, no a su significado. A la sorpresa que nos provocaban cuando, de niños, comenzábamos a descubrirlas, descifrarlas, aprender que unas eran "buenas" y otras "malas. Otras más eran secretas o sucias por alguna razón desconocida porque sabíamos que, en caso de pronunciarlas, teníamos que hacerlo en voz baja.
Hay algunas que me resultan graciosas: tobillo, por ejemplo. Desprovista del significado me suena alegre, ingenua, graciosa y casi cómica. No tengo una lista larga de palabras, más bien las descubro cuando me encuentro con ellas.
Está, por otro lado, la carga que les ponemos al decirlas, que es como cuando elegimos el atuendo para causar determinada impresión. Cargamos a las palabras con alfileres o confetti, con astillas o caramelo, según lo que queremos provocar. Y ellas, las palabras, cumplen insidiosamente nuestro cometido y cuando entran en los oídos de la persona a quien las dirigimos, la hacen sentir ruin, torpe, grandiosa, aborrecida, acompañada o como quiera que la queramos hacer sentir.
Entonces, si resulta tan sencillo por una parte encontrar la palabra y por otra ponerle la carga, me pregunto por qué razón hay tantos mal entendidos, tanta deficiencia en la comunicación.
Y aquí resulta que quizá es porque sucede como con el dinero: el que más palabras tiene -nótese la importancia de la lectura- solventa mejor esas dificultades, mientras los que no, se ven precisados a usar mal sus pocas palabras porque tienen que usarlas parea todo, reciclarlas hasta que más bien quedan degradadas y se vuelven jerga incomprensible.
Me pregunto entonces si será más importante la carga y repito para mis adentros pero en voz alta la palabra "tobillo" como si fuera ofensa, orden, pregunta, aseveración, carcajada, angustia. Al principio es muy difícil quitarle la connotación graciosa que personalmente le asigné, pero luego no es más que un conjunto de sílabas pronunciadas de determinada manera.
Entonces comprendo de cuántas formas somos lenguaje cada uno de nosotros, y cómo varía según nuestros estados de ánimo o de conocimiento y dominio de la lengua. Y me viene a la memoria la "lengua viperina", que precisamente alude a cierta carga.
Esta vez decido elegir mis palabras e intentar hacerme de un acervo que tenga magia, que ante la evocación o la pronunciación de las palabras se develen las maravillas y sorpresas que encierren. Aunque es verdad que en estos tiempos es difícil sorprenderse, no hay que perder la fe. Y me quedo con esa agradable tarea de empezar la búsqueda de mi primera palabra mágica. Aparecerá, presiento, cuando menos la espere. Quizá mientras me detengo en un alto, mientras elijo jitomates en el supermercado, o cuando lavo los trastes. Quizá sería más fácil en los momentos que preceden al sueño. O simplemente la escucharé en voz de un niño cuando pase.
¿Alguien quisiera convidarme un poco de palabras mágicas para empezar a sorprenderme?
Hay algunas que me resultan graciosas: tobillo, por ejemplo. Desprovista del significado me suena alegre, ingenua, graciosa y casi cómica. No tengo una lista larga de palabras, más bien las descubro cuando me encuentro con ellas.
Está, por otro lado, la carga que les ponemos al decirlas, que es como cuando elegimos el atuendo para causar determinada impresión. Cargamos a las palabras con alfileres o confetti, con astillas o caramelo, según lo que queremos provocar. Y ellas, las palabras, cumplen insidiosamente nuestro cometido y cuando entran en los oídos de la persona a quien las dirigimos, la hacen sentir ruin, torpe, grandiosa, aborrecida, acompañada o como quiera que la queramos hacer sentir.
Entonces, si resulta tan sencillo por una parte encontrar la palabra y por otra ponerle la carga, me pregunto por qué razón hay tantos mal entendidos, tanta deficiencia en la comunicación.
Y aquí resulta que quizá es porque sucede como con el dinero: el que más palabras tiene -nótese la importancia de la lectura- solventa mejor esas dificultades, mientras los que no, se ven precisados a usar mal sus pocas palabras porque tienen que usarlas parea todo, reciclarlas hasta que más bien quedan degradadas y se vuelven jerga incomprensible.
Me pregunto entonces si será más importante la carga y repito para mis adentros pero en voz alta la palabra "tobillo" como si fuera ofensa, orden, pregunta, aseveración, carcajada, angustia. Al principio es muy difícil quitarle la connotación graciosa que personalmente le asigné, pero luego no es más que un conjunto de sílabas pronunciadas de determinada manera.
Entonces comprendo de cuántas formas somos lenguaje cada uno de nosotros, y cómo varía según nuestros estados de ánimo o de conocimiento y dominio de la lengua. Y me viene a la memoria la "lengua viperina", que precisamente alude a cierta carga.
Esta vez decido elegir mis palabras e intentar hacerme de un acervo que tenga magia, que ante la evocación o la pronunciación de las palabras se develen las maravillas y sorpresas que encierren. Aunque es verdad que en estos tiempos es difícil sorprenderse, no hay que perder la fe. Y me quedo con esa agradable tarea de empezar la búsqueda de mi primera palabra mágica. Aparecerá, presiento, cuando menos la espere. Quizá mientras me detengo en un alto, mientras elijo jitomates en el supermercado, o cuando lavo los trastes. Quizá sería más fácil en los momentos que preceden al sueño. O simplemente la escucharé en voz de un niño cuando pase.
¿Alguien quisiera convidarme un poco de palabras mágicas para empezar a sorprenderme?
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