Tenemos la creencia de que "por algo pasan las cosas". Y nunca falta la ocasión para corroborar el dicho.
Ahora que estoy empacando para mi mudanza, encontré una de las tantas libretas en las que he escrito y leí el siguiente texto. Su lectura me indica que no importa lo que pase, no importa cuán gris encontremos el cielo: el tiempo cura y las cosas vuelven a su color... Mi texto es de hace cuatro años.
Así comienza un día: con el sonido sordo del ventilador y la ventana encandilada. Afuera bufa el camión de la basura y la gatita duerme en su caja, pelusa huérfana que no quiso morir al pie de un árbol y llora con modestia porque ya está enterada de mucho a lo que no tiene derecho.
Encima de las sábanas el cuerpo, mi otro cuerpo, la patria en que me duermo.
Así comienza un día, como si no hubiera cambios ni estuviéramos a novecientos kilómetros (ahora son tres mil quinientos) de mis cosas y mis libros, mis amigas, mis hijos y una historia.
Comienza con el antojo de un café y los gorjeos del verano, preámbulo de la próxima canícula -Dios nos agarre confesados- y la presencia contundente del sol.
Una ciudad es todas las ciudades y aquí también hay tulipanes frente a mi ventana. Sé que faltan las piedras, los faroles, sé que las iglesias son distintas. Pero al final, después de tanta maleta y despedida pongo los mismos discos, escribo en mi libreta y me procuro un café, como en cualquier otra parte.
Y así comienza un día.
Ahora que estoy empacando para mi mudanza, encontré una de las tantas libretas en las que he escrito y leí el siguiente texto. Su lectura me indica que no importa lo que pase, no importa cuán gris encontremos el cielo: el tiempo cura y las cosas vuelven a su color... Mi texto es de hace cuatro años.
Así comienza un día: con el sonido sordo del ventilador y la ventana encandilada. Afuera bufa el camión de la basura y la gatita duerme en su caja, pelusa huérfana que no quiso morir al pie de un árbol y llora con modestia porque ya está enterada de mucho a lo que no tiene derecho.
Encima de las sábanas el cuerpo, mi otro cuerpo, la patria en que me duermo.
Así comienza un día, como si no hubiera cambios ni estuviéramos a novecientos kilómetros (ahora son tres mil quinientos) de mis cosas y mis libros, mis amigas, mis hijos y una historia.
Comienza con el antojo de un café y los gorjeos del verano, preámbulo de la próxima canícula -Dios nos agarre confesados- y la presencia contundente del sol.
Una ciudad es todas las ciudades y aquí también hay tulipanes frente a mi ventana. Sé que faltan las piedras, los faroles, sé que las iglesias son distintas. Pero al final, después de tanta maleta y despedida pongo los mismos discos, escribo en mi libreta y me procuro un café, como en cualquier otra parte.
Y así comienza un día.
Comentarios