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Desvelada


Cuando es tal el dolor que escuece y la respiración se corta, cuando la espina se clava
en un ojo del pecho y la cabeza no sostiene su pesar ni la memoria encuentra dónde vaciar ese recuerdo artero que se vuelve llaga; cuando la voz no halla el camino al grito ni al susurro, cuando no se puede más y se pregunta tanto por la luz, se ruega por olvido, se estira cada mano en busca de consuelo y no se encuentra sino la madrugada lenta, oscura, la saliva pastosa, las lágrimas de fuego, no se encuentra el abrazo ni el refugio, sólo se está de pie, borracho de dolor, enloquecido por la pena, atormentado por una tempestad que suena eterna...
Cuando la carne duele y corazón y el alma son de carne que se pudre sin remedio, sin linimentos que calmen esa atrocidad, ese abandono que no puede entenderse, que se sepulta bajo una cruz de olvido y cementerio...

Cuando se evoca la mano, el gesto, la sonrisa y se saben perdidos sin recuperación posible y se avizora un vacío más espantoso que esa lengua negra que mordió de muerte lo que amamos...

Cuando quedamos a merced de ese destino que ni siquiera es único, que nos iguala porque es una mortaja; cuando lloramos y buscamos en el cielo o la tierra un asidero para tal naufragio ¿por qué no vemos que nunca fuimos nada? Desde el primer paso que dimos nos orientamos a ese instante, el más temido, el doloroso, ineludible, y no pensamos en hacernos a la idea de estar de paso, de ser sólo fugaces, y cuando marcha por delante aquel hermano que lleva nuestra sangre, que antes llevó rebosante de alegría nuestro cariño a cuestas, nuestro abrazo, damos de bruces con esa piedra que se afila para asestarnos un golpe que nos deja mutilados, sin el cuerpo ni la voz de nuestro hermano.

Nos acordamos de repente del incienso, evocamos la luz, prendemos veladoras, padrenuestros, pero nada nos salva de esa hora. Nos quedamos perplejos de abandono, transidos de sorpresa como si nunca nos hubieran dicho que todo está de paso, que buenos o manos, santos o perversos todos compramos al final ese boleto y nos marchamos solos o nos quedamos solos.
Y así en la hora de la hora, ahítos de dolor y ausencia volvemos la mirada a nuestro hermano, preguntamos por qué de una manera absurda puesto que ya sabemos: nadie se queda sin probar ese veneno de miedo y agonía.

Nos volcamos al rezo, buscamos el consuelo, el rayito de luz que entibie la repentina orfandad que nos acosa.
Nos llevamos las manos a los ojos para negarnos de nuevo la visión del que se marcha, el hermano que ufano llevó nuestro cariño hasta el encuentro fatal con su destino.

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